Más grave es, sin embargo, que mientras que los ideales tecnológicos amenazan con desvirtuar la literatura, los propios literatos se vayan volviendo sordos a su propia voz.
Hará unos veinte o veinticinco años, uno de los dos más difundidos semanarios norteamericanos encargó un reportaje sobre el estado de cosas poéticas en el país.
El periodista visitó a los principales poetas —casi todos ellos Poetas en Residencia en alguna Universidad—, haciéndoles un interrogatorio, un tanto capcioso, ya que servía más bien como preparativo para las preguntas finales:
cuál era su maestro poético más admirado, y si el interrogado era capaz de decir de memoria un poema de ese maestro, o, al menos, un verso o dos.
Los poetas, casi sin excepción, se mostraron incapaces de tal recitado, e incluso en muchos casos rechazaron tal petición como una impertinencia.
La conclusión del informador era inevitable: la poesía había dejado de existir en el país.