Que una tierra determinada, una orografía, pueda utilizarse como motivo artístico en igualdad de condiciones con otros objetos aparentemente más manejables, es algo singular. Hay cosas que por su propia simplicidad apenas si nos extraña que hayan sido elegidas una y otra vez para ser representadas (aun cuando siempre sea un misterio el porqué de la repetición, si de arte se trata); por ejemplo, determinadas historias que trabajan en zonas turbias de la fantasía, degüellos de Holofernes, raptos de Lucrecias; o algunos elementos de la vida cotidiana como floreros, canastillas con fruta o piezas de loza; y esos conjuntos de complicada genealogía como las ruinas clásicas o las arquitecturas imaginarias... en fin, ese código poco conocido que compone la tópica de la pintura y de la literatura. Pero una tierra completa, esa ficción histórico-administrativa, con sus habitantes incluidos, convertido en objeto artístico del mismo rango que un bodegón, es algo que debe pasmar.