miércoles, 17 de noviembre de 2010

EL MITO DE LA ANDALUCÍA ROMÁNTICA de Félix de Azúa



Que una tierra determinada, una orografía, pueda utili­zarse como motivo artístico en igualdad de condiciones con otros objetos aparentemente más manejables, es algo singu­lar. Hay cosas que por su propia simplicidad apenas si nos extraña que hayan sido elegidas una y otra vez para ser re­presentadas (aun cuando siempre sea un misterio el porqué de la repetición, si de arte se trata); por ejemplo, determina­das historias que trabajan en zonas turbias de la fantasía, de­güellos de Holofernes, raptos de Lucrecias; o algunos ele­mentos de la vida cotidiana como floreros, canastillas con fruta o piezas de loza; y esos conjuntos de complicada genea­logía como las ruinas clásicas o las arquitecturas imagina­rias... en fin, ese código poco conocido que compone la tó­pica de la pintura y de la literatura. Pero una tierra completa, esa ficción histórico-administrativa, con sus habi­tantes incluidos, convertido en objeto artístico del mismo rango que un bodegón, es algo que debe pasmar.



Naturalmente hay un caso previo y solemne, el de la an­tigüedad griega y romana, representada una y otra vez según fueran los sueños de cada época; como si el presente debiera siempre apuntalarse contra un pasado que tiene mucho más de futuro que de otra cosa. Pero la Andalucía romántica es diferente, no responde a ese género de figuraciones raciona­les; es caso aparte, quizás único. La Italia del romanticismo estaba teñida de referencias clásicas; no consigue Italia ser país moderno más que en algún repentino apunte de Longhi; el Oriente de los románticos, con todo y empezar en Andorra, es también abstracto: las sabidurías ornamentales impiden reconocer una vida actual y verdadera. Tampoco pudieron aprovecharse de Grecia; de una parte pesaba en ella, como en Italia, otra tradición legendaria que no podía borrarse de la noche a la mañana; y de la otra, todos sabían que no cabe asimilar al turco sin deterioro inmediato del paisaje. Quedaba España, país sin pasado artístico; y en Es­paña, poco a poco, Andalucía.

Ésta es una historia en cuatro cuadros, sin pretensiones sabias, escrita con el solo propósito de resumir lo que visto de cerca no admite resumen, pues las generalizaciones son siempre descarnadas y antipáticas. Es un cuento al cabo del cual aparece Andalucía como protagonista.

Primer capítulo

A fines del xvii el mundo era todavía un valle de lágri­mas; los hombres éramos seres decaídos por una culpa primi­genia de la que no nos quedaba más memoria que sus conse­cuencias. El hilo de oro de la divinidad, su don supremo, era un alma o razón que nos aseguraba en la lucha contra la na­turaleza, mediante la cual alcanzábamos superación de nues­tro estado, y salvación eterna. Los hombres éramos viciosos de nacimiento, o «por naturaleza», como escribe La Bruyére en 1680. Los héroes de Racine estaban predeterminados por su estrella; buenos o malos de raíz, sin remedio: de poco le valía a Nerón el ejemplo de Junie, la virtuosa; y Bajazet, hombre bueno, se estampaba contra un mundo en el que no cabía su buen natural. La razón, en ese mundo decaído y de­terminado, era el único asidero que libraba de precipitarse en el abismo, pero no sin fortísima resistencia por parte de la malvada naturaleza. Sólo hay virtud contra la naturaleza, es­cribe La Rochefoucauld, y el pobre orden que se resguarda de este caos se ve deformado por una oscuridad esencial. Las luces y sombras del barroco, a duras penas si pueden de vez en cuando escapar a esa intimidad fundamental y extenderse por un jardín geométrico o por un paisaje de Poussin com­puesto con escuadra y cartabón; islas de la razón en medio de la tiniebla general.

En ese preciso momento España es un auténtico cuerno de la abundancia. Pocas cosas hubo en el mundo tan archití­picamente barrocas como nuestro XVII, capaz de encerrar en sus tenazas no sólo a la península, sino a todo un Nuevo Continente. Y sin embargo, precisamente entonces, cuando somos evidentes a la visión del barroco europeo, no existi­mos. A Velázquez se le tiene por pintor italiano, y cuando se habla de los españoles es para representar el horror y el ridículo. Somos un error, una excrecencia de Europa. No re­presentamos nada.

Segundo capítulo

Pero entre comienzos del XVIII y, digamos, 1760, se pro­duce un fenómeno que afecta al modo de ver de todos los europeos cultos. Ese fenómeno comienza por alterar la vista de los ingleses. Son ellos los primeros en salir medio asfixia­dos de la capilla barroca repleta de dorados, columnas retor­cidas, fugas y trampantojos, para quedarse asombrados y em­belesados con lo que encuentran fuera de ella, es decir, el firmamento estrellado. Resulta que salen de la capilla, sí, pero lo hacen de noche, y ven clarísimos los circuitos y figu­raciones geométricas del cosmos. Newton toma buena nota, deduce un par de leyes simples y claras, y de la noche a la mañana la naturaleza se hace amiga, sencilla, accesible, men­surable, acomodada al entendimiento, virtuosa. Los ingleses exultan; Pope asegura que lo que al primer golpe de vista parece capricho o error, es sin embargo orden puro para una visión más amplia: quien mire un peine con lupa verá rugo­sidades y protuberancias, perdiéndose la admirable regulari­dad de las púas que se observa desde un poco más lejos. El mal de algunos beneficia a otros y hasta las guerras son be­néficas para la economía general de la vida humana. La na­turaleza es una máquina perfecta que funciona con la armo­nía de un reloj. Y la perfección de la máquina supone un Supremo Hacedor, que no debe confundirse con Dios, según puede leerse en el artículo Méchant del Diccionario filosófico de Voltaire, en donde también se afirma que los hombres no son malos de nacimiento, sino que han sido corrompidos por la Iglesia católica.

El Supremo Hacedor era una hipótesis que se mantenía para guardar las formas y por colocar en al­gún lugar unas leyes tan perfectas que costaba trabajo imagi­nar humanas.
La repentina benignidad de la naturaleza provoca una euforia comprensible tras tan larga postración. Las cosas lle­gan a exagerarse: Bernardin de Saint Pierre agradece a la na­turaleza el haber hecho a las moscas negras con el fin de que sean fácilmente aplastables contra la blancura de la piel hu­mana. Otros son más discretos y eligen la fábula: Montes­quieu describe a los felices trogloditas, pueblo virtuoso y na­tural, hasta que un malhadado día decidieron elegir un rey. Fenelón, en su notorio Telémaco, describe el país natural­mente virtuoso de la Bétique, lugar extraordinario cuyos ha­bitantes obedecen tan sólo al impulso natural del corazón y viven con aquel contento.

Los ingleses se distinguen en el dogmatismo: Shaftes­bury, la pluma más influyente del periodo vista desde nues­tra perspectiva, concluye que seguir la propia naturaleza es lo virtuoso y lo que otorga felicidad, pues la felicidad no es el premio de una eternidad ganada con ímprobos esfuer­zos, sino la sensación (término muy interesante) del deber cumplido, la tranquilidad de conciencia; la virtud es self­fulfilling. Así como la máquina cósmica de Newton trabaja sin esfuerzo, así también los hombres. El mundo no ha cambiado desde su creación, dice Rousseau, y todavía están en nosotros aquellas virtudes que un día corrompiera la Su­perstición aliada con el Estado. Naturaleza y Moral se iden­tifican de tal modo que el diseño de un jardín es cuestión de ética.

Como es lógico, los viajeros de esa época ven los paisajes morales de España con cierta prevención. Nuestra natura­leza no es muy armónica que digamos. Clarke, Dalrymple, Thicknesse, Armstrong, viajeros de la primera mitad del XVIII, coinciden en que los españoles no trabajan porque son orgullosos; nuestra aristocracia es indolente, analfabeta y soberbia; las costumbres populares son licenciosas; el fana­tismo religioso ha destruido la inteligencia. Harvey afirma que las españolas son ignorantes y lascivas, sin que parezca posible distinguir un adjetivo del otro. Todos claman al cielo ante la crueldad de las corridas y la indecencia del fandango. Algunos nos excusan diciendo que todo ello es explicable dado el calor que hace en España. Yeso quizás lo están di­ciendo en marzo y en Soria, pero es lo mismo: sólo interesa el carácter, la moral, y es asombroso el escaso interés que despiertan algunas arquitecturas y ciertos paisajes que muy poco después se alzarán como titanes para ocupar toda la escena.

La imprecisión descriptiva es resultado de una verda­dera ceguera que se interpreta como lucidez; en el ánimo clasificatorio dieciochesco llevamos enganchado el mem­brete de «bruto irracional», y es demasiado arduo hacer dis­tinciones y matizar. Somos necesarios como diferencia de la cultura exquisitamente ordenada de los verdaderos europeos.Esa falta de auténtica atención hace que casi todas las des­cripciones puedan remitirse, sin miedo al error, a las céle­bres Cartas persas de Montesquieu en las que se nos adorna con el hábito que iba a calificarnos hasta el- romanticismo. Esta visión esquemática (¡ojo!: tan cierta y verdadera como la siguiente, la de la liga y la pandereta) se prolonga has­ta muy entrado el siglo y más allá de la revolución de 1789. Y sin embargo, hacia 1760 se había producido un efecto se­cundario del fenómeno. La euforia y el optimismo moral de la primera mitad del siglo XVIII habían engendrado un bastardo que lo iba a devorar todo en el espacio de tres décadas. El bastardo, lo que algunos tratadistas llaman «pre-romanti­cismo», acabó por hacerse con el poder omnímodo, que es lo propio de los bastardos. Como el niño de Chardin que mira reflexivamente el trompo girando en equilibrio ines­table, los viajeros de la primera mitad del XVIII entrete­nían una visión que a todas luces estaba a punto de de­rrumbarse.

Tercer capítulo

Dura éste lo poco que media entre 1760 y la revolución, y no es capítulo verdadero, sino como añadido al anterior, pues se solapa con él y corren juntos a la manera de dos ríos que poco a poco mezclan sus aguas, hasta que triunfa la más turbia.
Es el caso que cada vez iba resultando más difícil supri­mir molestias, como aquella de los fósiles del Pirineo que re­trasaba la edad de la Tierra más de lo que convenía al deísmo racionalista, y que Voltaire había suprimido de un manotazo diciendo que eran pechinas arrojadas por los pere­grinos camino de Santiago. El Supremo Hacedor se viene abajo porque se confunde íntimamente con la máquina. A la máquina le están cambiando los engranajes y ruedecillas por células y fluidos, pues el bastardo es biólogo. La máquina va tomando apariencia de cosa viva, de ameba inmensa, de ár­bol que crece sin orden ni concierto. Los clasificadores no pueden taponar los enormes agujeros de sus cadenas de seres animados e inanimados; entre bicho y bicho aparece un monstruo inclasificable. El orden y la armonía van cam­biando a azar y melodía. Y pues, dicen unos, si basta con se­guir los impulsos naturales para ser virtuoso, ¿no será bueno todo lo natural? Con cierta timidez la contradicción se va abriendo paso, en especial con las novelas, género cada día más nuevo. El campesino de Le paysan parvenu de Mari­vaux es bueno por naturaleza, pero no hay lector que no identifique toda esa bondad con las sospechosas maniobras de un gigoló. En su Manon Lescaut presenta Prévost a Des Grieux como un caballero de nature douce, y sin embargo más parece un canalla. Diderot, el más «biologista» de su ge­neración, plantea con toda desnudez el dilema en Le Neveu de Rameau, ¿quién es, en verdad, el virtuoso? ¿Ese philo­sophe que ha hecho de la virtud una profesión, o el desver­gonzado y abyecto Sobrino que utiliza su genio (otro término clave) para lo más sórdido y mezquino? ¿No están los dos obedeciendo a sus respectivas naturalezas? ¿No hay algo de superior y original en ese Sobrino extravagante, y, a su ma­nera, extraordinario? Además, ¿podrían comportarse de otro modo? Si el cosmos carece de dirección, si es sólo una posi­bilidad entre infinitas, si viene de la eternidad y se dirige a otra eternidad no menos luenga, ¿no será la parte mons­truosa de la naturaleza tan necesaria como su parte angélica? Al fin y al cabo, Racine era un personaje siniestro, ¿habría escrito cosas tan admirables de haber sido un honrado padre de familia?

En la naturaleza no hay orden, sino contradicción; es un organismo vivo que evoluciona según su propio y secreto plan, y todo nuestro optimismo se reduce a suponer que sus ocultos deseos coincidirán de un modo u otro con la supervivencia de nuestra especie. Aunque incluso esto es impro­bable: los hombres no somos necesarios, el mundo ha exis­tido muchos siglos sin nosotros y puede volver a hacerlo. Orden y armonía comienzan a ser suplantados por una nueva perspectiva «científica»: la Historia. De la clasificación se pasa a la descripción más humilde, más modesta. Nuestra ignorancia de lo que Naturaleza quiere o proyecta sólo puede verse atenuada por una colección discreta de datos de lo ya acaecido, por si dejan atisbar algún designio, alguna manía de la Naturaleza que nos ayude a prever el próximo golpe. Golpe, y severo, porque lo que sí está claro es que la Naturaleza avanza a saltos, por culturas que nacen, se abren y florecen, para despeñarse luego sin remedio. Es lo que al­gunos historiadores llaman «presentimiento de la revolu­ción», apoyándolo peregrinamente en pinturas de Watteau y en óperas de Mozart.

La duda, la contradicción, se fortalecen poco a poco y comienzan a hacerse afirmativas. El barón d'Holbach se atreve a decir que todo lo mueve el interés personal, y que el sacrificio no es sino egoísmo disfrazado. Laclos da forma a ese juicio temerario (la novela es la gran escuela moral de la burguesía) y describe caballeros refinados que desvían su concupiscencia practicando morbosamente la virtud. El mar­qués de Sade da cumplido final al edificio presentando la na­tural virtud de un monstruo, tan cargado de razón para ejer­cer su inclinación como el más pío cura párroco. Todo lo natural es virtuoso; o mejor dicho, ni virtuoso ni lo contra­rio: es como es y sólo cabe describirlo. Aquel que juzgue y condene, algo esconde, algo oculto le interesa.

La Mettrie cambia la imagen del universo: ya no es una cadena que enlaza, de eslabón en eslabón, todos y cada uno de los entes, desde el mineral hasta el ángel. Es un tejido que se expande, contrae, vuelve a expandirse, se reproduce, deja morir una parte para dar nacimiento a otra... es, en fin, humano, es autónomo, tiene vida propia y hay que andarse con cuidado. Así que lo primitivo, lo raro, lo monstruoso, comienza a verse con otros ojos, y todo aquello que tiene que ver con un principio, con un origen, es valioso por su proximidad a lo arcano de la naturaleza, a su secreto pensa­miento. Se multiplican los tratados sobre el origen de las co­sas: del lenguaje, entre salvajes expresivos que cantan más que hablan; de la pintura, entre pastores que ven el perfil de su amada recortado contra una roca; de la poesía, del Es­tado, de la religión, de todo. Cuanto más sencillo, natural, espontáneo, cuanto más próximo a la naturaleza, más intere­sante será el objeto. Y ahora es, señoras y señores, cuando España comienza a dibujarse en el horizonte de la representación.
Pero ese primer interés hacia los salvajes del sur de los Pirineos es todavía muy tenue. Los viajeros de fin de siglo, posteriores a la revolución del 89, aunque más avispados y mejor preparados para ver, siguen cayendo en la descrip­ción caracteriológica y en la confusión paisajística. Jardine, Townsend, Collins, todos ellos viajeros de los años 90, con­tinúan la sarta de lugares comunes sobre los payasos meri­dionales. Hay alguna variación; las acusaciones contra la Iglesia, y la aristocracia se hacen más específicas: el pueblo español es sencillo y sano, espontáneo y natural, pero los eclesiásticos y los poderosos han corrompido esa naturaleza del mismo modo que la Suzanne Simonin de La Religieuse, mujer honesta y de buen natural, cae en las mayores aberra­ciones tras ser internada por la fuerza en un convento de monjas. La naturaleza ha dotado espléndidamente a los es­pañoles, su decaimiento actual es obra nefanda de la supers­tición que ha desviado y forzado lo que debió dejar fluir dulcemente.

Aparecen, eso sí, las primeras descripciones de paisaje con ciertos visos de gusto y complacencia, especialmente en Jardine y en Townsend, aunque con la habitual mezco­lanza de tópicos e ideas recibidas. En ese paisaje todavía impregnado de ordenancismo, los españoles comienzan a apuntar como honestos y expresivos primitivos, algo así como posibles «griegos» contemporáneos. Townsend alaba la dignidad de los mendigos españoles, seres altivos que más bien recuerdan a los antiguos aedos; Semple compara a los españoles con los escoceses y galeses, es decir, con los «primitivos» de Inglaterra, lo que en cierto modo nos digni­fica. Renace el viejo mito del estoicismo español: somos ro­manos, sobrios, austeros, sufridos... soportamos una aristo­cracia corrupta y una Iglesia degenerada, pero nuestra buena naturaleza acabará por imponer de nuevo la dignidad republicana. Así puede leerse en un viajero más perspicaz, Southey, e imaginarlo con un fondo de pintura a la manera de David.

En las fechas finales del XVIII está todo dispuesto para que España entre a formar parte del museo de objetos artís­ticos distinguidos. Pero falta algo, un detonante que borre la imagen acumulada por cientos de años de ridículo; falta una buena carga de dinamita espiritual que haga saltar por los aires la absurda permanencia del esquema barroco en los viajeros que se adentran en nuestro territorio. Ese deto­nante fue, claro está, Napoleón. Sin él, es decir, sin el con­junto de circunstancias que rodeó a las guerras peninsulares, no habría sido posible borrar la imagen cómica del español mostachudo y bravucón, de la española brutal y grosera. Pero ni Francia podía permitirse el lujo de tener dificulta­des militares con un pueblo de zarzuela, ni Inglaterra podía rebajarse a una alianza con graciosos de opereta. ¿Iba el Emperador a sufrir humillaciones de matasietes teatrales, iban sus mariscales a sufrir derrotas a manos de esos gordos bajitos y cornudos? ¿Podía Inglaterra mancillarse comba­tiendo junto a mendigos andrajosos y prostitutas tiradas? No: guerrilleros primitivos armados de toscas herramientas, hondas, cuchillos, empinados en una geografía retorcida, es­condidos en fragosos bosques, retirados en gargantas, precipicios y cavernas inaccesibles, atacando como antiguos, a la manera de los aqueos y troyanos, o a la manera de los almo­gávares y almohadas; invencibles genios militares nacidos de la misma naturaleza, de la geografía y el clima, adaptados como animales a una tierra de la que apenas se distinguen, moderados por sabios y artistas populares que les aconsejan y cantan sus gestas, encendidos de amor a su tierra, a sus polis, y guiados en las alturas por una pléyade de dioses casi topo- gráficos (Santiago Apóstol, la Virgen del Pilar, la de Montse- rrat... el politeísmo católico produjo estragos); ésos eran los temibles enemigos con los que luchó la Grande Armée, y los nobilísimos aliados de su Majestad, en la nueva figuración. De un golpe, el viejo disfraz de chulo cobardón, mediocre marido, cortesano lúgubre, ciudadano sandio, deja su lugar al nuevo disfraz de Hombre Natural, de Buen Salvaje, o de An­tiguo.

Cuarto capítulo

La guerra de Independencia fue absolutamente necesaria porque sin ella el romanticismo habría carecido de patria. ¿Italia?, era imposible de adoptar sin destruir al tiempo una riquísima tradición según la cual los italianos son romanos y renacentistas, sin remisión. ¿Grecia?, ya llegaría su hora cuando los alemanes hicieran de ella la cuna sin fisicidad del Espíritu, el ámbito abstracto de la juventud. Pero ahora se precisaba un lugar a donde ir de peregrinaje; y en Grecia no había la menor posibilidad de pagar una factura correcta. El mismo Byron tuvo que sufrir amargamente la codicia de sus aliados, mientras el mucho más inteligente Trelawny elegía los bandoleros de las montañas, únicos seres honrados en aquella cueva de ladrones. En cambio, España, con su pai­saje atormentado, vario, completo; habitado por antiguas y nobles tribus que cantan y bailan como en los orígenes de laHistoria; con el prestigio de su reciente guerra concluida; y a un paso de cualquier ruta normal del Grand Tour... ¿con quién iba a competir?

El organismo vivo que era la Naturaleza toma un alma tras las campañas napoleónicas. De nuevo la Naturaleza habla en inglés y en alemán, pero la oye toda la Europa culta. La Naturaleza es ahora aquel Supremo Hacedor destronado hacia 1760; ella es la Suprema, y posee una Idea que desa­rrolla a través de complicados vericuetos, planteando posi­bilidades, luchando con resistencias y afirmando superacio­nes, tal y como la habría descrito Hegel. Los hombres somos una parte de ella, somos aquella arpa eólica de She­lley, el instrumento musical tañido por el aire de la historia cuya melodía es creación a medias del meteoro y de nuestro propio cuerpo. Los hombres estamos atravesados por la Idea y sonamos con ella, pero ella se adapta a lo que noso­tros somos capaces de sonar. El paisaje, la geografía misma son expresión de esa Idea; el paisaje es un momento del alma del mundo, un estado de ánimo. Del mismo modo, un alma es un paisaje y hay almas desérticas, o melancólicas; apasionadas, o selváticas; elevadas o alpinas; serenas o la­custres... El paisaje es humano y habla; el alma humana es una geografía.

La voz con la que habla el alma de la Naturaleza es tanto más expresiva y pura cuanto más primitivo sea el ha­blante. Aparecen por primera vez los niños y los locos en la poesía noble, con Wordsworth; aparecen cantos guerreros y salvajes, con Macpherson. Pero también esos individuos primitivos, que al hablar lo hacen como los ríos y los árbo­les, son los más paisajísticos: sus mismas costumbres son un paisaje. Ese campesino cuyo rostro surcado de arrugas pa­rece una rastrojera, y esa moza, ataviada con su traje tra­dicional, que más parece un altar o un animal que un ser humano, ¿no van a encontrar de inmediato su pintor, su escritor «costumbrista»? Además, ¿cuál es el paisaje que corresponde como fondo, como telón y decorado, al héroe mo­derno? Un alma compleja, solitaria, desesperada, cínica y rota, pero, eso sí, lírica, como la de Byron, la de Lérmontov, ¿no necesitan un paisaje desolado y roto, o una tempestad entre gargantas y buitres, o un claro de luna con bandolero a la guitarra?

Poco a poco, a medida que los viajeros se internan en la península y se va agotando la paciencia de los lectores, se hace más difícil mantener en pie la ilusión. Aquel viajero que a principios de siglo podía escribir impunemente: «Al fin me encuentro en Irún, es como Constantinopla», haría el ridículo si en el periodo post-napoleónico no fuera más al sur en busca de novedades. Así, poco a poco, por acumu­lación informativa y a medida que Vasconia, Cataluña o Valencia van viéndose como tierras enteramente normales, como cosa común y europea, aunque más pobre y aburrida; a medida que van dejándose de ver espectaculares primiti­vismos en Barcelona o en Alicante, Andalucía se dibuja como la última esperanza del romanticismo, como la verda­dera Patria. Y así, poco a poco, Andalucía se convierte en una super-España y los andaluces en super-españoles: hom­bres arcaicos, de vida sexual libre (especialmente las muje­res, por chocante que parezca),de extraordinarias aptitudes artísticas, ignorantes de su propia valía y viviendo en un paisaje salvaje de magníficos contrastes. Son hombres y mu­jeres felices en un paraíso no hollado por la civilización, en donde abunda la pasión espontánea que hace relumbrar cu­chillos al claro de luna, con su toro recortado contra el cielo y Carmen esperando al vencedor con un habano entre los dientes.

A lo largo del inevitable proceso de degeneración, pro­ceso enteramente dirigido por la avidez de los lectores de revistas y la moda masiva de grabados de tema español, el gitano acaba por sustituir al andaluz, el bandolero al guerri­llero, el torero al artista popular, Carmen al género femenino en peso. Pero ese proceso de degeneración, obra de franceses a partir de 1830, venía espoleado por la inminente desaparición del mito. Ya se perfila un nuevo héroe, el hé­roe contemporáneo, el Proletario cuyos atisbos se forjan en las revueltas de 1848, y cuyo decorado será urbano, subur­bano y psicologista. Pero la desaparición del mito se inter­preta como desaparición de la cosa misma, y no como desa­parición de la Idea. De manera que todos se apresuran a ver, describir y fijar trajes típicos, individuos singulares, paisajes extraños, profesiones anticuadas, objetos inútiles, bailes po­pulares, toda suerte de elementos cuya aparente fragilidad asusta y compromete.

Era un quimera: la explotación del mito romántico du­rante la era franquista da idea de cómo puede prolongarse la vida de un sueño. Aquella Carmen franquista que cantaba «Yo soy la Carmen de España, que no la de Merimée, que no la de Merimée», culminación de la Carmen de Merimée, era un fósil superviviente de una época de ateos, locos, sifilí­ticos, tuberculosos y orgiastas. En manos del franquismo era otra cosa, pero su imposición da que pensar.

La Andalucía que nunca existió, la del romanticismo, fue, sin embargo, la única Andalucía que alcanzó la univer­salidad. Y ése es un mérito que adorna a muy pocos luga­res; Grecia, Roma, y poca cosa más. En una cola de vacu­nación para viajar a Extremo Oriente, topé con un indivi­duo que se iba a Tailandia para ver el puente sobre el río Kwai. Puede que sea una forma de universalidad, pero más limitada. La extensión e intensidad de la representación ar­tística que afectó como objeto a Andalucía sólo puede com­pararse con la de las civilizaciones clásicas y con su susti­tuto directo, el western americano, con sus bandoleros, sus Cármenes, y sus primitivos emplumados. Aun así, creo yo que posee mayor dignidad la representación de Andalucía, por mucho que John Ford y Richard Ford puedan ocupar idénticos sillones del Olimpo. También es verdad que en el western hay unos primitivos más verdaderos, pero esa nota de realismo actúa en su contra: ¿no es mucho más admira­ble hacer de manchegos, leridanos y rondeños, unos primi­tivos, que hacerlo de comanches y pies negros, que lo eran realmente?

El caso es que de lo que fuera mito estrictamente esté­tico, y de origen extranjero, tomaron algunos españoles las pocas ideas que podían concebir. Es así que algunos viaje­ros del xix ya se asombran al ver litografías francesas y ale­manas de la peor calidad, representando guapas y chulos, bandoleros y fandangos, colgadas de los muros de tabernas y casas particulares españolas. Y a los señoritos madrileños imitando la gesticulación del Hernani de Victor Hugo. Los nativos aceptamos alborozados el mito que se forjaba a nuestra costa, y durante un buen trecho del XIX y del XX se confundió miserablemente el prototipo artístico-literario con la realidad geográfico-administrativa. Algunos andalu­ces y andaluzas iban por la vida convencidos de ser nobles bandoleros o gitanas devoradoras, y algunos extremeños, castellanos, catalanes o gallegos decidieron que la tierra, la tierra física, la de la mineralogía y la de los ingenieros agró­nomos, tenía virtudes medicinales.

Pero dejemos ese triste fin para los que investigan las raíces del fascismo hispano. Es el caso que el romanticismo hizo bien poco por su propia imagen, y que no poseemos una imagen romántica de España hecha por españoles, a pesar de su tremendo patriotismo vocal. Ese hueco tuvo que llenarlo la generación del 98, pero ésa es otra historia. El resultado fue la prolongada confusión de un patriotismo creado por viajeros y artistas extranjeros, cuya descendencia anda todavía besando la tierra que pisa y confundiendo la patria del corazón con la de la Administración local.

BIBLIOGRAFÍA
Este trabajo no pretende sino entretener. De ahí que se haya evitado toda cita bibliográfica y nota a pie de página. La lista que aquí adjunto es de lo más sucinto y sólo será útil para los curiosos, pues se compone sobre todo de catálogos biblio­gráficos y trabajos bien documentados en bibliografía.
Lo más completo en ese aspecto es la Revue Hispanique, 1896, con la compilación de Foulché Delbosc y Fitzmaurice Kelly, ampliada por F. Aguilar Piñal, «Relatos de viajes de extranjeros por la España del siglo XVIII», BOCES XVIII, n.° 4-5, 1977.
También:
A. FARINELLI, Viajes Por España y Portugal desde la Edad Media hasta el siglo XX, Roma, 1942.
Para la visión de los viajeros ingleses:
M. FORD BACIGALUPO, «An ambiguous image: English travel ac‑
counts of Spain. 1750-1787», Dieciocho, Fall, Ithaca, 1978. M. FORD BACIGALUPO, «A modified image: English travel ac‑
counts of Spain. 1788-1808», Dieciocho, Spring, Ithaca, 1979. 1. ROBERTSON, «Los curiosos impertinentes», Viajeros ingleses
por España, 1760-1855, Editora Nacional, 1976.
Para la visión de los viajeros franceses:
M. REES, French authors on Spain. 1800-1850, Londres, 1977. L. FR. HOFFMANN, Romantique Espagne. L'image de L'Espagne en Franca entre 1800 et 1850, PUF, 1961.
J. SERRAILH, «Voyageurs français au XVIIIe siécle. De l'abbé de Vayrac á l'abbé Delaporte», Bull. Hispanique, XXXVI, 1934.
Para la evolución del concepto de Naturaleza entre 1700 y 1800 hay una bibliografia inmensa. Son buenas introduc­ciones:
A. 0. LOVEJOY, The great chain of being, Harvard UP, 1970.
B. WILLEY, The 18th century background. Studies on the Idea of Natura in the thought of the period, Londres, 1980.
El aspecto moral de la disputa tiene un tratado clásico ex­tenso:
R. MAUZI, L'idée du bonheur au XVIIIe siécle, París, 1969. Los orígenes del mito del Buen Salvaje:
M. T. HODGEN, Early Anthropology in the Sixteenth and Seven‑
teenth centurias, University of Pennsylvania Press, 1964.
LOVEJOY-BOAS, Documentary History of Primitivism and Relatad
Ideas, John Hopkins Press, 1935.
F. DE AZÚA, La paradoja del primitivo, Barcelona, Seix Barral, 1983.

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