"Nuestro mayor negocio es no dañar
y jamás hacer cosa ni decilla
que no corramos riesgo de ensañar."
y jamás hacer cosa ni decilla
que no corramos riesgo de ensañar."
(Hurtado de Mendoza)
Transcribo aquí
el capítulo 3 titulado "Escribir en castellano en Cataluña"
del libro "Lo que queda de España"
que Federico Jiménez Losantos publicó el verano de 1979:
3.1. UN JUDÍO DE PRAGA EN CATALUÑA
Los curiosos futuros —no hay presentes— de la cultura transfranquista acabarán agradeciéndonos que demos cuenta pormenorizada cuanto crítica de los reveladores resultados obtenidos en una encuesta publicada en agosto de 1977 en la revista Taula de Canvi bajo el título «Escriure en castellá a Catalunya».
Revista de izquierda, con hegemonía del PSUC (en su rama más liberal o eurocomunista, aunque en algún caso se haya adscrito a alguno de sus mentores a la barricada «leninista» del partido de los comunistas catalanes), que tuvo un día la ocurrencia de preguntar a una docena de escritores, residentes en Barcelona en su inmensa mayoría, sobre la pertenencia o no de los muchos escritores que escriben en castellano (o español, según se añade) en Cataluña a la cultura catalana, suponiendo que ésta no estuviese totalmente tipificada por la lengua, o si más bien «hay que considerarlos como fenómeno coyuntural a liquidar a medida que Cataluña asuma sus propios órganos de gestión política y cultural», como literalmente traducimos (lo haremos siempre) de las preguntas confeccionadas por Castellet, Francesc Vallverdú y Vázquez Montalbán.
Una persona ajena a la vida cultural de la España de las nacionalidades y regiones, e incluso no muy enterada de las leyes no escritas de la vida cultural catalana, y barcelonesa en especial, quedaría sorprendida por la respuesta de uno de los encuestadores, Vázquez Montalbán, de enorme ascendiente sobre la opinión «de izquierdas» catalana y española, que cierra la serie de respuestas diciendo:
"Parte de la responsabilidad del planteamiento de esta encuesta es mía. Entre mi propuesta y el momento de escribir mi propia respuesta han sucedido unas cuantas cosas que condicionan mi capacidad para afrontar el tema convencionalmente.
He leído algunas respuestas.
He tenido noticia de las conclusiones del Congrés de Cultura Catalana sobre el tema. Ante estos hechos, sólo diré que me llamo Vázquez Montalbán, nacido en Barcelona el año 1939, de padre gallego y madre de origen murciano, que no pienso pedir perdón por el hecho de haber nacido, que no tengo ningún inconveniente en asumir mi condición de judío que vive en Praga y escribe en alemán.
Me arrepiento radicalmente de haber planteado esta encuesta y sólo la contestaría en presencia de mi abogado.
PD. Me olvidaba de decir que he comprendido de súbito, tarde, pero muy bien, que lo que nos ocupa no es un problema ideológico sino zoológico y la dimensión zoológica del ser humano es, hoy por hoy, un misterio más insondable que el de la Santísima Trinidad."
¿Qué ha ocurrido, se preguntará el lector, para que el preclaro articulista de fondo haya perdido su reconocida capacidad de análisis y abandone su obligada tarea de mentor socialista y democrático? ¿Qué cosas terribles no habrán respondido los famosos encuestador o los congresistas catalanes para que resurja en él (sin más apelación que la mínimamente retórica de llamar a su abogado, como otros llamarían a la Virgen en su protección) el reflejo del represaliado político franquista que se niega a cantar los nombres de sus compañeros en comisaría y responde a todas las preguntas con su nombre, mientras llegan las primeras bofetadas? ¿Quiénes son, en fin, los compañeros que Vázquez Montalbán quiere salvar, quiénes los policías que los amenazan y por qué no tiene inconveniente en cambiar su estado por el de un judío a lo Kafka, con lo mal que lo pasaron? ¿Tan grave es la situación política en Barcelona?
Cuando un comentarista político de olfato, como todos los de la izquierda, advierte así el peligro, no comenzaré yo por negarlo. Sí intentaré ilustrar, en la medida de mis escasas fuerzas, a los lectores ignaros con más datos del problema.
En principio, la cosa parecería sencilla: un grupo de escritores de Cataluña escriben en castellano, motivo por el cual, en su tierra, donde el catalán ha sido gravemente perseguido durante cuatro décadas, se les niega la condición de escritores catalanes que, por otra parte, algunos pretenden detentar, por ser de allí, y otros concederles, por haber sido antifranquistas y defensores del libre uso del catalán y de Cataluña.
Digamos que, en general, los encuestados agradecen a los susodichos los servicios prestados, que muchos consideran fatalidad franquista o familiar que escriban en castellano o español, por ser su lengua materna y oficial durante las últimas décadas, pero que sólo por esta vez y sin que sirva de precedente puede considerárseles catalanes y escritores, de ningún modo escritores catalanes, a cuya literatura, y por razones básicas de lengua (cosa que reconocen todos) no pueden pertenecer. Muchos insisten, sin embargo, en que la mera pretensión de catalanidad en quien escribe en «la lengua del opresor» o «la lengua opresora», según los casos, es extravío idiota o peor intencionado, ya que puede inducir a error sobre la «normalidad» de su supervivencia en la Cataluña y los Países Catalanes del futuro, contra cuya fundamentalísima unidad lingüística atentan de modo ciego o sibilino.
Aquí, en el futuro político, es donde le debe haber surgido el monstruo de las galletas u otro peor al ex camarada Vázquez, y acaso la asociación con los judíos le haya venido dictada por la acogida que el proyecto de «liquidar» el fenómeno de los escritores en castellano en Cataluña ha recibido por parte de la inmensa mayoría de los encuestados.
Conste que también se han producido respuestas interesantes a propósito de las demás preguntas, subrayando especialmente lo que tiene de particular, íntimo y no reducible a circunstancias exteriores de ningún tipo el hecho de escoger una lengua determinada para la literatura. Así lo anota Castellet y lo subraya Carlos Barral; que dice muy bien «del hecho incontrovertible de que la lengua literaria de un escritor creador no es, en fase alguna de la vida, optable sino al precio de una catastrófica dimisión».
Lo importante está sin embargo, por lo que se ve, en la sombra exterminadora del judío, en el Ángel Liquidador que la ponderadísima Maria Aurélia Capmany conjura con su brío habitual:
"No quiero, sin embargo, dejar de advertir que la encuesta me ha producido un malestar irreprimible, pues denota un voluntarismo sospechosísimo. La pregunta «¿Hay que considerarlos como fenómeno coyuntural a liquidar (sic) a medida que Cataluña asuma sus propios órganos de gestión política y cultural?». El cerebro que ha parido esta fórmula de pregunta o bien está tétricamente deformado por la ideología nazi fascista o bien lleva peores intenciones que un interrogatorio de tercer grado. La construcción 'liquidar un fenómeno cultural' y suponer que puede existir entre los catalanes el propósito de esta liquidación da por supuesto que los catalanes se dedicarán a hacer, en cuanto tengan ocasión, un genocidio semejante al que ellos han sufrido."
No deja de constatar la prolífica autora que la lengua —que prefiere llamar española— usada literariamente en Cataluña, Valencia y las Islas no es sino «prueba de los magníficos resultados de una colonización» y de lo lamentable que resulta que en las grandes culturas dominantes y colonizadoras sean valores como Shakespeare, Moliére y Cervantes los instrumentos de genocidio, fuera de su valor intrínseco.
Por lo que a ella se refiere, tranquiliza a los integrantes del «fenómeno» y reitera que tanto el valor como la persistencia de una lengua depende en buena parte del uso que se sepa hacer de sus capacidades de belleza.
Pero eso no tranquiliza al judío, ni muchísimo menos.
Porque en las malas intenciones que la Capmany recelaba en la pregunta sobre la posible liquidación castellana cae —hay que suponerlo así— la respuesta del gran Salvador Espriu:
—"No lo sé. Pero espero y deseo que sí."
3.2. A LAS PENAS PUÑALÁS O LA DIGNIFICACIÓN DEL CHARNEGO.
El respingo resulta inevitable, toda vez que en la respuesta reseñada de la Capmany se planteaba con claridad el problema mismo que Montserrat Roig, que dice:
«Liquidar me parece un verbo demasiado fuerte ( ... ) no hemos de querer para nadie lo hecho a nosotros»,
la cuestión no se limita a la desaparición de los actuales liquidables, cuya disposición al sacrificio resultará asombrosa para el lector.
Viven éstos confiados tal vez en la opinión de Joan Oliver, que respetará los resultados estéticos «en la lengua del ocupador», que al cabo son respetables «hechos naturales en cualquier país bilingüe» y porque en el futuro de Cataluña y sus Países «un buen equipo (minoritario) de historiadores, ensayistas y periodistas en lengua castellana puede resultar, a fin de cuentas, beneficioso». Así, podrían ser lo que, como veremos más tarde, llama Joan Triadú «embajadores», «embajadores culturales» para que... en unos Países Catalanes catalanizados, después del período de la transición correspondiente, haya este testimonio de unos lazos culturales hispánicos.
Esta amplitud de miras no conmoverá en exceso a Díaz Plaja —que trasiega embajadas en sí mismo, por docenas de libros, y que aconseja y ejemplifica el bilingüismo como opción catalana ideal—, pero quizá sí a Carlos Barral, que se siente «irreductiblemente nacionalista» y que prevé una posición dominante del catalán pero «dentro de un mundo persistentemente bilingüe», sin la «desaparición del bilingüismo literario en Cataluña. No constituimos, por suerte, un cuerpo administrativo ni creemos probable que la instalación del nazismo en Cataluña libere el fantasma de la persecución».
Por si las moscas, ya hemos visto alzar la guardia al judío Vázquez y prepararse para lo peor. Pero también aquí es donde aparece esa valentía ante la muerte, que habíamos anunciado antes, en los reos de liquidación.
Luis Goytisolo, retraducido al castellano, confiesa con toda serenidad:
"Ser calificado de escritor castellano o, más radicalmente, español residente en Barcelona, no me parece fuera de razón ni, como es obvio, puede herir mi sensibilidad. Pero no hace falta decirlo: si el monolingüismo se estableciese yo lo aceptaría sin reservas. La única cosa inmodificable es que yo continuaré pensando y escribiendo en castellano"
Alguno podría calificar de suficiencia orgullosa —tan propia, por lo demás, de quien no tiene inconveniente en considerarse español en Barcelona, que es meterse de cabeza en la boca del lobo liquidador— esta postura de Goytisolo. Otros lo tendrán por español sefardita y con reflejo carcelario a lo Levi Vázquez.
Pero aguarde el lector a ver cosas más gordas antes de concluir nada. Porque hay un ejemplo que tengo por prueba de que estamos ante un caso de voluntad o desafío mortales, que afectan a todo español venido o hallado en Cataluña. Por eso no debe contestar Marsé, único ausente, al que alguno asimilará a su personaje de chorizo urbano maleado, viéndolas venir desde Praga de Llobregat tras su compañero hebreo de redacción. Pero aunque eso fuera cierto, no empañaría el hito sociológico y hasta puede que mojón antropológico de la fantástica Dignificación del charnego.
Dignificación sacrificial, desde luego, pero no por ello menos notable, ya que un ser humano —eso no se puede negar— salido a buscar de qué vivir, sujeto purísimo, por tanto, de la necesidad, por la que abandonó sus lares y menuda heredad cultural, y puesto en el brete de su liquidación, la afronta por el bien del destino de la tierra en donde comió. Y para que se salve y tenga lo que no le deja tener, cultura y patria y lo que haga falta, él mismo se ofrece en holocausto. Y lo hace, señores, con las únicas palabras, lógicamente fachas, por su origen, que tiene:
"...si nuestra liquidación significa la salvación de Catalunya adelante con este genocidio. Como dijo el fascista aquel: tengo la espalda, muy ancha, dispuesta al sacrificio."
Naturalmente, como el lector habrá adivinado, las palabras citadas tan mal como están escritas pertenecen al único escritor charnego Francisco Candel, senador y por tanto representante y defensor del pueblo, de su cultura y de su destino, y que antes de ofrecerse como híbrido de Isaac, cordero y Calvo Sotelo en el altar de Cataluña, se ha presentado, balbuceante al principio,
"... quizás no soy un escritor ni castellano ni catalán, más bien soy un escritor charnego, por tanto mestizo..."
recordando luego su duro aprendizaje, imposible ya de reciclar:
"Me ha costado mucho aprender a escribir mal en castellano pero aprender a escribir aún peor en catalán lo encuentro casi imposible."
para acabar con el ofrecimiento dorsal que citamos al principio. ¿No es maravilloso? Alguien cantará en su día este gesto brutal de agradecimiento, apechugamiento y lo que ustedes quieran, del ciego apetito de sobrevivir que el inmigrante catalán —por mal nombre charnego— encarnaba, prosternándose así ante la tosca intuición del desarrollo que le cuentan de la Idea de Cataluña. Que tenga el poeta entonces —que la tendrá— la dulzura de olvidar las palabrotas que, después de ese gesto inmarcesible, escogió su tosquedad primigenia para acabar el párrafo:
"Pero acabo con lo que decía antes: para mí, la literatura puede irse tranquilamente a la mierda."
Échese a humildad lo zafio de la expresión, que no a desprecio por la cultura, en cuyo caso su sacrificio patriótico bajaría muchos enteros en el Senado, que aunque nadie puede perder lo que no tiene, aquí Candel olió, tuvo que oler, a chamusquina o liquidación, y no es seguro que de llevarse a cabo permaneciera tan campante la definición, encarnación y representación humillante del charnego, que es su modo de ser y de vivir.
3. 3. LA HISTORIA COMO HAZAÑA DEL ENTUERTO
Los liquidadores agradecerán tanto como los curiosos ese modo suicida de preparar y allanar su tarea histórica. Y la historia, que es recurso constante para el castellanicida cultural, ofrece no pocas dificultades, arcanos a veces. Véase, si no, lo que dice Joaquim Molas:
"Como en la África actual, por ejemplo, los Estados europeos no coinciden siempre con la realidad de la calle, es decir, con lo que globalmente llamamos naciones.
Una historia milenaria, además, ha producido, en muchos casos, un enmascaramiento o un desconcierto y, así, unos planteamientos teóricos incorrectos. Así, uno de los casos, el de las tierras catalanas, presenta problemas de dos órdenes Primeramente, internos:
1) falta de un Estado propio;
2) situación de frontera entre Europa y la Península y, por tanto, tierra de paso, adaptable y de aluvión;
3) demografía escasa y evolucionada y, por tanto, necesidad de cubrir el vacío que dejan las ascensiones sociales o la insuficiencia/involución biológica con masas de inmigrados (procedentes, en general, del Estado opresor);
4) discusión en la fijación de los límites geográficos/nacionales (¿Cataluña? ¿Países Catalanes? ¿Incluyen, los Países, la Cataluña francesa?);
5) diversos grados de desarrollo histórico y, por tanto, diversos grados de conciencia nacional y, así mismo, diversas actitudes ante el futuro (separatismo, autonomía, federalismo, regionalismo, etc.) y diversas tensiones entre unas partes y otras."
Valga la larga cita para dar cuenta de las tropelías de la Historia, que cuando se pone es tremenda. Si encima es milenaria, el desaguisado no hay por dónde cogerlo y no me extraña, viendo la enumeración fundacional que hace Molas, que planteen la liquidación de lo que sea, porque todo será obstáculo para arreglar este problema africano, harto más grave cuanto que por aquí, por la milenaria enredadera esa, ya no hay tribus.
Por más que el extranjero lo intente, difícil será entender este sentimiento trágico de la tierra que no se sabe muy bien dónde para. Hay que haber vivido aquí algún tiempo para convencerse, si no de otra cosa, de irse acostumbrando a melopeas semejantes. No es, por otro lado, caso único en España ahora desengañarse de la historia.
Un escritor más famoso ha afirmado que la Reconquista fue un error histórico y nadie le ha dicho nada. Humor desgarrado el de nuestro pueblo. ¿Quién le dirá nada al célebre crítico tras el memorial de agravios que presenta a la geografía y a los siglos? Hay que convencerse: la Historia se equivoca; la prueba es que estamos aquí.
Y mientras nos vamos yendo, citemos el primero de los problemas «externos» que junto a los «internos» ya señalados configuran las causas del hecho que se propone esclarecer Molas (y que es el que en las tierras catalanas hay literatos que usan sólo el catalán, otros sólo el castellano y otros los dos a la vez). Éste es el problema número uno:
"Un Estado opresor pobre/retardatario y, por tanto, agudamente nacionalista impide la libre y natural evolución de una nación, la oprimida, que es rica y evolucionada y, por tanto, tendencialmente internacionalista."
Ese natural internacionalismo, nacido de la natural riqueza que a duras penas engulle el bilioso estómago opresor, tiende lógicamente a manifestarse en cuanto puede, particularmente en el cosmopolitismo y europeísmo que, según se dice mucho aquí, falta tanto en Madrid. El joven escritor, modelo de modernidades, Oriol Pi de Cabanyes nos suministra la última novedad internacionalista: qué es un escritor catalán según el Primer Encuentro de Escritores de los Países Catalanes:
"Son escritores catalanes los que escriben y publican sus obras de creación en catalán y están dispuestos a defender y mantener el derecho a la oficialidad en todos los niveles de la lengua catalana y su libre uso en todo momento y lugar, y a la ordenación de la cultura de los Países Catalanes por medio de unos organismos estatales autóctonos, creados y dirigidos democráticamente que, disponiendo de los recursos de enseñanza, de trabajo, de expresión pública, de financiamiento y de todos los otros que se derivan del derecho de autodeterminación, configuran el pleno desarrollo de la comunidad nacional catalana."
¿Se ve ya lo que atemorizaba al judío de Praga? Lo de la liquidación del fenómeno cultural en castellano es cosa de risa al lado de esta declaración de principios en los que la literatura catalana deviene coto cerrado de aquellos separatistas resueltos que han deslindado los problemas de definición nacional del señor Molas acabando el mapa de los Países Catalanes.
Vean, pues, como el sacrificio de Candel no es sólo probable sino necesario: el escritor en castellano en los Países Catalanes ha.de asumir sus propias contradicciones «y escribir en castellano en una sociedad mediatizada por órdenes y decretos que llegan en castellano es una de ellas, y fundamental».
La compasión no le tienta al joven Pi, aun viendo «el sentimiento de castración lingüística que es detectable en alguno de los más válidos exponentes de la literatura en castellano de los Países Catalanes», y aclara que la lengua no basta, que hay que arraigarse, «con todas las consecuencias que comporta» (y ya hemos visto antes los Principios Fundamentales), en la comunidad nacional catalana, asumida claramente y con plena conciencia, lengua incluida. El resto es una anodina, aunque lamentable, anormalidad circunstancial que hemos de creer que, por el bien de todos juntos, un día u otro habrá de terminarse. Y será entonces cuando se enseñará en las escuelas cuál es, y cuál no, la literatura catalana de nuestros días. Y quién es quién.
3.4. SU LENGUA ES SU PROBLEMA
Cómo no va a repetir el señor Vallverdú en sus respuestas:
"Si prosigue el ritmo actual el proceso de normalización lingüística en Cataluña, serán los mismos escritores de expresión castellana los que sentirán la necesidad de evitar confusiones y dejarán de recurrir al apelativo «escritores catalanes» que ahora algunos reivindican."
Naturalmente, y mal que les pese. Claro que así no los confundirán con hombres, qué digo, Cráneos Privilegiados como el catalanísimo Manuel de Pedrolo, que por el mucho escribir y el poco pensar parece haber perdido el juicio.
«España es Castilla —dice— por el hecho de que al castellano se le llama también español —y azuza luego a los jóvenes dormidos—: Se podría decir: no hay escritores catalanes». Y ante el rugido indignado, dando una pequeña clase de Formación del Espíritu Nacional: «Todos los escritores de los países catalanes son castellanos aunque escriban en catalán, dado que son españoles (consultad vuestro carnet de identidad, por favor) y España es Castilla».
Esto lo explica por lo primeramente citado.
¿Bromas? Je, je, je. Tras decir que "no puede decirse, si no es mintiendo, que se es un buen catalán y por tanto un buen español", añade:
"Se podría decir: se empieza por admitir el bilingüismo más o menos natural de un pueblo (siempre de comunidades minoritarias, claro, la cual cosa es bastante curiosa) y se acaba sustituyendo una lengua por otra, operación que cuenta con buenos servidores.
Se podría decir; querer pasar por escritor catalán escribiendo en castellano equivale a aceptar los planteamientos franquistas. Se diga revolucionario o no, el escritor que hace esta jugada se convierte en cómplice objetivo de un proyecto de genocidio cultural como el que han sufrido Cataluña y las otras tierras de los Países Catalanes."
Este planteamiento no es nuevo para muchos: el mero uso del castellano en Cataluña o en los Países Catalanes es anticatalán. Quizá les suene a algo a muchos catalanes. ¿Que no tienen tales intenciones?
Pedrolo: «El literato tiene una función crítica y ha de estar preparado para interrogarse continuamente». ¿Cuándo se interroga el Señor Pedrolo? Mucho debería hacerlo quien acaba recordando la anécdota fílmica de Section Speciale:
... cuando alguien de un grupo dispuesto a atentar contra los soldados alemanes plantea esta cuestión, úy si la víctima es un antifascista?».
El capitoste le contesta:
«Lo será en su casa; aquí es un soldado del ejército de ocupación».
Y añade:
«Pueden ser antifascistas, pero cuando forman parte de un piquete de ejecución, disparan».
Por alejar el escalofrío de la significativa anécdota escogida por el autor de Joc Brut, la novela que luego llevaron al cine —supongo que con la oposición de Pedrolo— los alemanes Bardem y Marisol para la cosa del genocidio cultural; también para acabar de centrar el problema judío, el del idioma y el de la Constitución (que como se sabe, no admite el derecho a la autodeterminación de Cataluña ni País Catalán alguno, así que cualquier día se levanta uno alemán), citaremos la disyuntiva que a los escritores en castellano —o español, ahora sí— les plantea Joan Triadú, antes de permitir «embajadores culturales»:
"Que entiendan que el problema es, en primer lugar, su problema, hagan un análisis desapasionado de la verdadera situación en que se encuentran; que traten de mirarla con criterios de perspectiva, teniendo bien en cuenta que, después de perder una guerra bien española y al fin de cuarenta años de castellanización el pueblo avanza por caminos inequívocos de catalanidad. Talmente como si aquella guerra —dirigida, al menos en parte, a destruir la tímida autonomía que nos cedió una república española centralista— y la dictadura subsiguiente de tan larga duración y de tan implacable acción anticatalana, parece que no haya servido de nada.
... La situación de ahora es diferente y esta situación es la que los escritores «castellanos» habrían de analizar, sobre todo pensando en ellos mismos. La lucha de los Países Catalanes por la recuperación de su personalidad los ha de implicar, aunque no quieran. Como españoles o como catalanes. Sobre todo teniendo en cuenta que la lengua catalana es el factor principal y probablemente indispensable de la unicidad de nuestra reivindicación nacional y que da carácter común y convicción histórica a nuestra cultura. Como españoles o como catalanes, estos escritores nos tendrían que decir qué significa para ellos escribir en castellano en Cataluña."
Quizá alguno se indigne ante esa noción de guerra «española y bien española», ajena —si no es por ir contra ella— a Cataluña. Enfádese más sabiendo que en la revista Cavall Fort (n.° 362-363), distribuida por cortesía de La Caixa en las clases de catalán de los institutos de bachiller, decía un tal Oriol Vergés en una supuesta historia de los Países Catalanes de la Arcadia o viceversa: Una guerra civil calamitosa y trágica, no provocada ni querida por los catalanes.
La visión de la Guerra Civil como algo que debieron organizar los canarios por odio a los aragoneses, que aliados con los andaluces se enfrentaron violentamente a los vascos (aunque posiblemente la guerra tampoco era suya, sino «bien española», así que pongamos los asturianos), es lamentable fruto maduro (otros dirán podrido) de una ideología que se concreta en la disyuntiva que el señor Triadú ofrece a los «castellanos»: de ahora en adelante, o se es catalán (de los Países Catalanes independientes) o se es español.
El idioma es el único vínculo que permite rellenar los soberbios baches históricos de la nueva nación —o vieja, tergiversada milenariamente por la historia, como diría Molas—, que, según parece, no podrá existir como tal sin la fractura del Estado español y del francés, si fuesen consecuentes y parejos los independentistas. El proyecto de una nueva nación en el Mediterráneo según unos mapas lingüísticos que ahora se hacen pasar por políticos no parece viable en forma alguna. Que la lengua sea el primero y posiblemente último armazón de esa quimera política resulta demasiado evidente, así como que toda la impotencia política real se traducirá en una ciega presión cultural cuya sustancia se manifiesta en la cita del Encuentro de Gandía que hemos tomado a Pi de Cabanyes.
Aquí quiero yo judíos, no conversos. A ver si el señor Vázquez Montalbán nos desnacionaliza esta nación a que los catalanes secesionistas reducen a los que no lo sean: España. Porque hasta ahora en Cataluña no ha habido sino andaluces o aragoneses o gallegos o murcianos, que habían de aceptar la autonomía de «su» nueva tierra del brazo de la vieja, nunca olvidada, que también, se le decía y fue cierto, arrancará la suya al Centro. Pero hete aquí que por el desarrollo imparable de la catalanidad paisana, ahora todos —al menos todos los que no sepan o puedan defenderse— resulta que son...eso: españoles.
Porque el uso correcto y elevado del castellano o español traiciona de inmediato una conciencia depredadora cuyo nombre hay que definir de una vez por todas: españoles todos los que no pasen por el aro de la secesión incondicional, los que no se callen en castellano —o hagan «obra exótica» en su casa, según Pedrolo, futuro explorador amazónico en Santa Coloma y demás zonas verdes—, españoles, sean murcianos o asturianos o leoneses o andaluces o aragoneses o etcétera, todos los que no sean, pero de verdad, catalanes con todas las consecuencias.
Seguro que muchos descansan: ni altres ni nous ni padres de legítimos patriotas; sólo eso: españoles residentes en Barcelona o alrededores, como decía Goytisolo, ¡qué tranquilidad más grande! ¡Qué sola se queda la pila de bautizar! ¡Y qué feracísimo descanso, qué solaz ideológico, qué mejoría antes de la liquidación! Sí, cuando los innumerables admiradores del Vázquez se declaren hebreos checoslovacos y la colla numerosísima de los Pis, Triaduses, Esprius, Molas y Vallverduses los persiga y arrincone traduciendo: «¡No son judíos, son españoles!». ¡Qué Sarajevo cultural! ¿Habrá nueva versión eurocomunista del Testament a Praga? ¿Será llamado a aclarar el genocidio el Sr. Karvalho?
Porque los que no tenemos las espaldas tan anchamente fascistas como el charnego liquidable, querríamos que no cambiase de fe precisamente ahora el señor Vázquez, que no perdiera el apetito ni se calvorotara por figurarse no ya venir el coco, que siempre lo estuvo anunciando con resignada gracia, sino el hábito poco lucido —en el Papa de los lúcidos y desencantados— de aprendiz de brujo.
La salida de VM no es cachondeo crítico, sino espantá digna de un Rafael el Gallo, diestro y figura de cartel en la política asimilista o de catalanización que desde las innumerables tribunas que ha ocupado y ocupa viene propugnando Vázquez Montalbán y la plana mayor de la intelligentsia del PSUC.
Y el que ha repetido hasta la saciedad todas las variantes sirenas y regalías de las señas de identidad como camino de perfección, guía de pecadores, introducción al símbolo de la fe de los extraviados inmigrados, debe definirse ahora que pintan bastos —bastísimos— en el horizonte cultural de esa patria omnicomprensiva, regeneradora y dignificadora de la cultura mesetaria y franquista que era la Catalunya —así, mal escrita en castellano como ademán de analfabeto y probo acatamiento— varia culturalmente y una políticamente que nos pintaba Arreu.
Sí, aquel órgano que estuvo agitando durante meses el espantajo de un lerrouxismo que nunca existió, si no es en la depurada historia de la Ciutat Cremada, olvidando, marxistazos que son, que Lerroux, aparte de ser glorioso enemigo del catalanismo carlistón, clerical y reaccionario, fue de los que votaron el añorado Estatuto de Cataluña, como el propio Tarradellas recordaba recientemente.
El campeón del asimilismo o catalanización de los millones de emigrantes como política defensora de sus intereses debería hablar ahora, ante tan notables respuestas de las fuerzas vivas de la cultura respetuosa y acogedora de lo ajeno que había de ser la catalana del futuro. Debería decir algo, y no salirse por peteneras, porque en esa encuesta —que es la suya— y vistas, como dice, las respuestas, el que calla, calle en hebreo o en ara-meo, otorga. Y eso es mucho otorgar, señor Vázquez, y desde luego, muchísimo callar.
3.5. MIRANDO HACIA ATRÁS SIN MÁS
En los últimos tres años, la cantidad de sandeces que con excusa de la restauración cultural y política catalana han podido leerse en la prensa barcelonesa supera todo lo imaginable.
Y como representante del rojerío y la clase obrera, en su inmensa mayoría inmigrante y definida en varias ocasiones como española («la clase obrera es única y española») por el propio secretario general —hoy presidente— del PSUC, lo más florido de su intelectualidad, como pastores legítimos destinados a conducir al pueblo elegido para morir en el mar del pueblo elegido, ha polemizado contra toda concepción «españolista» que pudiera agrupar culturalmente a los inmigrantes (polémica en el vacío, porque sólo ha habido una disputa en tantísimo tiempo, y relativamente breve, que les llevase la contraria, y todos los inmigrantes con uso de razón y de escritura han guardado exquisita discreción y absoluto silencio ante los extremos de la reivindicación cultural catalana que jamás, pero jamás, han criticado).
Ya antes mostrábamos nuestra sorpresa al encontrar españoles posibles en este lado del Ebro, porque hasta la fecha se abría un paréntesis de férreo silencio sobre lo que no fuera patria chica de los inmigrados, que estaba llamada a desembocar en la patria grande o de promisión: Cataluña. Nunca, empero, se pasó a dilucidar si ambas se integraban en una renovada comunidad española, como tácitamente se admitía, o bien si la comunidad a la que se les convocaba era diferente y hasta obligatoriamente opuesta a la española, pasada, presente o futura.
Los Países Catalanes todavía no existían, sino culturalmente y poco, antes de las elecciones y esa oposición entre «españoles» y «catalanes» era cuidadosamente puesta entre paréntesis. Como táctica política, me parece intachable: la Diada del millón —que hoy los adalides de la catalanidad denigran porque la mayor parte de los asistentes no eran catalanes «hasta el final», sino descentralizadores o regionalistas, pero no conscientes de la emancipación nacional... contra la nación española— fue posible por la formidable orquestación del multinacionalismo español y el batiburrillo de banderas que salieron a acompañar como hermanas a la de las cuatro barras. La abundancia de nostálgicas banderas republicanas —cuando la inmensa mayoría de los partidos aceptan tácita o expresamente la Monarquía—era el broche de humo de la más fabulosa afirmación de catalanidad que vieron los siglos. ¿Engañados? En absoluto.
Simplemente que lo que para unos sellaba la convivencia y la armonía más duraderas, para otros era cheque en blanco para negociar la autonomía y para otros primera traca de la independencia futura. «No queremos que la prudencia nos haga traidores», dijeron los veintitantos mil independentistas que a otra hora se manifestaban el mismo 11 de septiembre de 1977, pero no fue contrario a la prudencia unirse después al millón de no independentistas y «sucursalistas» y españolistas clásicos que habían ganado las elecciones. ¿Quién no podía ser catalán en las elecciones? Nadie. Siendo demócrata, socializante, liberal, marxista, nacionalista, lo que fuera, todo tenía la catalanidad como marco natural y que no obligaba a nada.(nos referimos a estos últimos años. El libro, de próxima aparición, de Antonio Fernández, "La polémica del castellano en Cataluña", reúne una gran cantidad de argumentos en contra de las tesis asimilistas, que tras el nefasto libro de Candel se han impuesto hasta ahora).
Recuerdo que un intelectual «castellano» que fue a la «diada» me decía, desde otro punto de vista, algo parecido a lo que ahora dicen políticos e intelectuales separatistas: andaluces con la bandera catalana, aragoneses y demás con la suya y la otra, tantísima gente de tan diversa procedencia e intereses eran la mejor garantía contra un nacionalismo catalán exacerbado hasta el separatismo, la prueba segura de que el catalanismo limitaba políticamente con la restauración cultural.
Al menos el catalanismo asumido por la inmigración, cuyo voto masivo a socialistas y comunistas no por factible dejó de sorprender a propios y extraños. Hoy, en pleno tarradellismo, la cosa resulta evidente. Los datos nuevos son las pruebas —harto más previsibles— de irreductibilidad cultural de los diversos grupos inmigrantes, en particular el mayoritario andaluz, que no parece precisamente catalanizable, porque claro, en la feria de las señas de identidad, y cada uno con la suya, nadie va a abdicar —y menos los jóvenes—, en la atmósfera marginada y ultrasensible de la emigración, de lo único a que pueden aferrarse: su lengua y su cultura.
Convivencia, sí, integración, en parte, disolución, jamás: éste parece el denominador común de las comunidades inmigradas en lo que a su catalanización se refiere. La resistencia será folclórica, pero si la ecuación españolismo = fascismo funcionó tal y como la izquierda «cultural» ha pretendido hasta la fecha, no parece admisible la hipótesis de unas juventudes inmigrantes masivamente separatistas, abdicando de su idioma como prueba de integración en la lucha antiespañola.
La cosa no tendría más importancia que la cultural y Vázquez Montalbán y compañía podrían y deberían dar la cara ante la radicalización y las condiciones de «normalización» que la cultura catalana, según el extremismo masivamente presente en la encuesta citada, impone a los inmigrados, si éstos no constituyeran la mitad de la población y la mitad del electorado, y por ello la clave de toda política catalana y única base para cualquier política de izquierdas.
Por eso los políticos de izquierdas, como el periodista del comité central del PSUC, no pueden huir a Checoslovaquia ahora, en plena vigencia de la libertad de expresión, sino exponer claramente a su electorado popular cuál es su postura ante las perspectivas culturales que se manifiestan.
Una cosa podemos permitirnos suponer: si el problema no fuera políticamente decisivo, si la politización actual de la «normalización» cultural catalana no tomara los derroteros que sus más conspicuos representantes dicen tomar, un político curtido y un habilísimo periodista como Vázquez Montalbán no escurriría el bulto ni escaparía a la marginación ficticia de religión y lengua que ahora asume quien ha mantenido —contra toda razón cultural y únicamente por considerar que la asunción del catalanismo era la única posibilidad de un hegemonismo de base realmente popular como política de la izquierda catalana— la necesidad de la asimilación cultural «castellana» como prueba de la «normalización» cultural catalana.
¿No expresan suficientemente la imperiosidad asimilista las palabras de los Molas, Pi, Triadú, etc., como para que el Profeta del asimilismo necesario las acepte? ¿O es que expresan demasiado bien lo único que puede ser el asimilismo catalán y ante los verdugos de su sentencia se espanta ahora el fiscal Vázquez?
No ha habido polémica asimilista, decíamos, salvo en una ocasión. Lo demás han sido variaciones sobre el mismo tema durante los últimos cuatro años: unos más nacionalistas, otros obreristas integradores, al cabo todos decían lo mismo: normalización. Eso cuyo eco en la encuesta comentada responde: liquidación.
De ahí, insistimos, el susto del asimilista político en vez de la estulticia del charnego sacrificial. Pero vayamos a la polémica habida: protagonista brillantísimo de ella fue Aurelio Pérez Fustegueras, joven licenciado en Filosofía por la Universidad de Barcelona, andaluz con cuatro años de estancia en Barcelona, según hemos podido ir enterándonos después, que antes de volver a su tierra decidió escribir un artículo, Hablar en catalán, en la revista Triunfo (n.° 710, 4-9-76), que fue publicado como debate sobre el tema frente a otro de Montserrat Roig, Noticia de Cataluña, en la que la postura asimilista politizada se expresaba así de claramente:
"... Por ser la comunidad más desarrollada, más culta, más «europea», ha sido fácil crear imágenes demagógicas con las que enfrentar Cataluña al resto de los pueblos hispánicos, e incluso alimentar el mito de la unidad patria amenazada por «separatismos» egoístas y disgregadores. Hasta que no se me demuestre lo contrario, participan de este centralismo reaccionario aquellos que acusan a los catalanes de practicar «genocidios culturales» contra otros pueblos inmigrados que viven en Cataluña..."
Y respondiendo a la carta en que un lector, Marcos Peña —«dogmáticamente» según MR—, decía: «España es una realidad y no debe su mención regalarse a la derecha para su uso y abuso exclusivo», dialectizaba así:
"... He oído varias veces el término de una Cataluña «binacional» y el señor Marcos Peña lo incluye en su carta. Binacional significa, si no me equivoco, una «nación dentro de la nación catalana» o «dos naciones paralelas». Así, habría una nación formada por inmigrantes andaluces, gallegos, asturianos o aragoneses. ¿Eso les va a gustar a los gallegos que viven en Cataluña, por ejemplo, expoliados de su nación, oprimidos desde todos los puntos de vista? Todos los inmigrantes necesitan más que nadie encontrarse en una tierra estable con una cultura sólida, enraizada popularmente, una tierra que les acoja de verdad y no marginándolos en ghettos, distanciados de los catalanes, sin posibilidad de aprender su lengua y, también, sin medios para comunicarse y aportar a Cataluña su propia riqueza cultural..."
Sólo de pasada, nótese la profunda experiencia histórica que acredita la intelectual marxista cuando habla de lo que los inmigrantes necesitan, y que espiritualmente podríamos definir como ir al cielo (Cataluña, para la popular entrevistadora de la televisión catalana) o materialmente como quedarse en su tierra y no tener que emigrar, con lo que se pierden el cielo. La torpísima habilidad con que destruye el argumento de que andaluces, aragoneses, etc., inmigrantes formen una nación, aduciendo el caso de los gallegos, es digna de un ballenato sofista. Los pobres desgraciados que suelen llamarse por todo el mundo «emigrantes españoles» (según el dogma de la existencia de la nación española que sólo un cerril reaccionario franquista como el Sr. Peña puede concebir) pierden esa pobreza última de la compañía de la desgracia, para no formar esa «nación dentro de la nación catalana».
Por pura malevolencia cabe suponer temblando en su soledad al sutil pensamiento político de la Roig invirtiendo, no ya por seriedad sino por juego lógico, la fórmula: «Nación dentro de la nación española». ¡Qué disparate! ¡Qué reaccionarismo centralista mientras no se demuestre lo contrario! ¡Cómo va a existir una nación dentro de otra! Luego, si Cataluña existe, España como nación no puede existir. ¡Bueno sería! Qué pueden hacer andaluces, asturianos, etcétera, antes de emigrar, sino permanecer en el Limbo de
Naciones es cosa que no pasa por la mente de esa Rosa Luxemburgo, que parece conocer la emigración a fondo: sabe lo que necesitan y, como desenfrenada tendera ideológica, va y se lo vende: aquí tendrán todos nación, hallarán idioma en que comunicarse y hasta encontrarán su propia riqueza cultural para aportarla, no vayan a sentirse paniaguados o mantenidos por esa caritativa nación que es, a poco que se esfuercen, la suya.
Lo tristemente ridículo del caso —lo del «mito separatista egoísta y disgregados» que denunciaba en la primera frase citada es triste a secas, a más de exhibición profética que no contrasta en su contestación a la encuesta un año después; esperemos al que viene— es la facundia innoble del plumífero que escribe —cojan cualquier periódico de Barcelona y encontrarán sin falta una docena de muestras— sobre «la hospitalidad que les brindamos», «nuestra acogida de hermanos», «la generosa mano tendida de Catalunya» y demás manifestaciones de lo que un amigo médico llamaba el síndrome del Perro del Hortelano y otro del Villano en su Rincón, que es la alucinación orgullosa por la cual se siente tal periodista o cual ensayista dueño caritativo del movimiento migratorio, señor de la necesidad y el paro, rey de la inversión especuladora, marqués de Meseta Desierta y duque de Boyante Periferia, cuando no cambia de sexo y se encarama a Virgen de la Mano de Obra Móvil y Desamparada, Señora del Desequilibrio Regional, Madre Amantísima de la Libre Empresa y Auxilio de Emigrados Analfabetos.
Bien está que, encima, no los insulten, pero que cualquier desgraciado al que pueden poner en la calle en dos minutos se sienta poco menos que ordenador de la economía y generoso intérprete de una voluntad acogedora (cuando nada más lejos que esos sentimientos a la hora de constituir la columna de dos millones y pico de emigrantes que han venido a parar a Cataluña sin que los catalanes ni los emigrados ni, desde luego, el infatuado intérprete hayan tenido voz ni voto en el asunto), que se sienta hospitalario el que no ha invitado a nadie, ni nadie ha venido a pedirle a él de comer, es algo que, lo confieso, me quema la sangre.
No demasiado, porque con la cantidad de veces que se leen estas cosas, estaría socarrado, pero resulta caso de ridícula nobleza el limosnero de lo que no tiene y está tan al albur de la fortuna —léase trabajo—como aquel al que se supone se la quiere dar. ¿Calderoniano reparto de papeles? Algo así; con el hartazgo del paternalismo progre, que es el del padre putativo. Nadie da lo que no tiene, por eso resulta más odiosa la presunción.
3.6. LO QUE VA DE AYER A HOY
Si la presunción político-económica es ridícula en estos casos, la presunción cultural es inevitable y lógica, es casi necesaria para mantener una cultura y por ello todo el mundo encuentra su cultura estupenda, la mejor, si no la única, o por lo menos la más amable con él.
No es costumbre ahora disputar sobre si una cultura es mejor que otra. Con tal de que sea otra ya es respetable y no hay más que hablar. Que ese respeto no sea nominal, sino efectivo, es la cuestión política (por la que quien estuvo en la primera reunión ilegal del Congrés de Cultura Catalana se horroriza, aunque no se arrepienta, cuando lee las conclusiones de los escritores catalanes en su Encuentro Secesionista) y sobre ese extremo versaba el largo artículo de Pérez Fustegueras que ya casi hemos perdido de vista.
Sus tesis eran muy claras: según las estadísticas de entonces, el cuarenta por ciento de la población de Cataluña es inmigrante de habla castellana. Los lingüistas catalanes consideran esto un factor prodiglósico (Vallverdú, por ejemplo) y por tanto a «liquidar», como dirían ahora. Tras recordar que diglosia es la situación en la que de dos lenguas coexistentes una desempeña la función superior (vida oficial y cultural) y otra la inferior (comunicación oral y familiar), no le resulta difícil a Fustegueras mostrar el papel «superior» reconquistado por el catalán y cómo esta superioridad social viene condicionando su asunción por el castellanohablante, de clase baja como inmigrante que es, y no ninguna otra virtud especial político-cultural.
Pero que esa vía de ascensión de clase es, desde luego, socialmente ilusoria e individualmente hasta degradante.
Y que la política asimilista es una barbaridad teniendo el emigrante como tiene una cultura riquísima en su lengua propia.
Como suplemento político, junto a la aceptación de la nacionalidad catalana, resulta Fustegueras otro «dogmático» convencido por la historia y entiende que existe una nacionalidad española común a los grupos inmigrantes. Ante la desigualdad evidente de las dos comunidades lingüísticas en el plano político-social, entiende que el bilingüismo en la escuela viene a suponer la ley del embudo, porque la masa inmigrante castellana no tiene una conciencia lingüística, cultural y política que evite una asimilación a la fuerza y la pérdida cultural que les supone.
Manifiesta su pesimismo, en última instancia, respecto al problema, por la desigualdad de los grupos sociales en juego y la mayoría absoluta de intelectuales catalanes o catalanizados o catalanizadores, sean en catalán o en castellano, y así llama a una labor de clarificación del problema y toma de conciencia cultural de los emigrados, sin respaldar el derechismo ultra anticatalán pero sin claudicar de sus derechos políticos y culturales, tan respetables como los catalanes.
La polémica subsiguiente acumuló argumentos poco relevantes que en síntesis o suscribían a Fustegueras o subrayaban la necesidad de la defensa de la lengua y la cultura catalanas eliminando un núcleo tan importante como el de la emigración castellana mediante la asimilación lingüística y cultural.
Hubo un artículo de Vallverdú, Hablar en catalán y los fantasmas imperialistas, en el que se invalidaban algunos ejemplos lingüísticos de Fustegueras, recordaba la situación de superioridad aún oficial del castellano y la necesidad de la cooficialidad lingüística «siempre que ésta no sirva de pretexto para obstaculizar la plena normalización del catalán» (frase cuyo significado resultará hoy más claro), insistía sobre la diferencia, que Fustegueras, con los argumentos sociológicos apuntados, negaba, entre «asimilación forzosa» y «voluntaria» y le reprochaba, entre otras imputaciones políticas por demagogo anticatalanista falso defensor de los emigrantes, etc., que se preocupara de la defensa del castellano en Cataluña, donde estaría protegidísimo tal y como lo estuvo en 1932 (evocado estatutariamente varias veces), en lugar de pedir organismos para su defensa en Castilla, como otras regiones, así Andalucía, necesitaban defender la cultura andaluza, etc.
Una última contestación de Fustegueras aprovechaba para decir que como andaluz era consciente de que hay menos diferencias lingüísticas entre las variantes del castellano en España que entre las del catalán y que no existía ninguna cultura castellana por la que se pudiera sentir asimilado, porque lo único que había era una cultura española (en la que no entran la catalana o la gallega) que es tan propia de andaluces como de castellanos o aragoneses.
En fin, que para ser hasta federalistas no hace falta inventarse diferencias que no existen o que son manifestaciones de una misma cultura y que si bien reconocía no tener clara la connotación del término «nacionalidad», no hallaba más solución para los que, en terminología de García de Enterría, se sentían directamente españoles, fuera de las nacionalidades convenidas de Galicia, Cataluña y País Vasco, y en ausencia de naciones aragonesa, andaluza, extremeña, leonesa, murciana, etc., que reducirlos a veintiséis millones de apátridas, conclusión que le parecía absurda, o concederles que fueran la otra nacionalidad.
En fin, más o menos así fue la polémica (y mi evidente simpatía por uno de los bandos [el minoritario por cierto, que no se ha vuelto a saber más de él] creo que no me ha llevado a desvirtuar sus términos). Hoy, dos años después, resulta aleccionadora. Implantado oficialmente el bilingüismo, o por mejor decir la-cooficialidad, se ha dado a la luz pública el primer censo lingüístico de Barcelona, entre cuyos organizadores están Vallverdú, Marta Mata, Badía Margarit, etc.
Pequeña sorpresa ha constituido el hecho de que el castellano sea la lengua de uso familiar del 49 por ciento de la capital frente al 47 por ciento de los que usan el catalán.
En la provincia de Barcelona, este mínimo desnivel se eleva al 60,9 por ciento que usa familiarmente el castellano frente al 38,5 por ciento el catalán.
Pese a ello el catalán es lengua que entiende y usa en su vida social el 83 por ciento de los habitantes de la capital, aunque sólo el 19,1 por ciento lo habla y escribe y el 12,9 por ciento no lo entiende.
En la provincia, lo habla y escribe el 11,5 por ciento, lo entiende el 68,4 por ciento y no el 31,3 por ciento.
Éstos son los datos lingüísticos de la ciudad donde apareció y fue contestada la encuesta de Taula de Canvi sobre escribir en castellano en Cataluña.
En la segunda ciudad de producción editorial castellana de todo el mundo, de lo que viven, con el lógico disgusto, algunos de los encuestados liquidables y liquidadores.
Si la lengua de uso —lógicamente la materna—es, en algo más de la mitad de la población, el castellano o español, será necesario un formidable esfuerzo «nacional» para erradicar («en una o todo lo más dos generaciones», dice Gimferrer) su prosecución literaria lógica en una lengua con acreditada tradición. La liquidación, hoy tan boyante, será por derribo. Porque mucho habrá que forzar a mucha gente en nombre de la independencia catalana para que dejen de leer y escribir en su lengua.
Poco nos preocupa la cuestión mientras los españoles puedan residir en Barcelona en plenitud de derechos civiles. Preocupación mayor que los judíos de Praga puedan seguir haciéndolo. Díganos Vázquez Montalbán dónde aprendió alemán para poder leerlo y defendernos. Tradúzcanoslo, que nos hace mucha falta.
También nos hará falta que, mientras llega la «liquidación» de los que escriben en castellano en Cataluña —un sagaz periodista de izquierdas, Huertas Clavería, lo preludiaba en su artículo "Acatalanídad y Contracatalanidad" (Tele/Exprés, 4-9-76), acusando de tales delitos a Las largas vacaciones del 36 (Camino), La verdad sobre el caso Savolta (Eduardo Mendoza) y Recuerdo, hay que suponer Recuento (Luis Goytisolo), por lo que a nosotros no nos ha sorprendido la «liquidación» hasta el extremo de negar al Niño Jesús de Praga)— y mientras los escritores catalanes con todos los requisitos necesarios llegan a su plenitud artístico-política quedándose más anchos, nos recuerde Joan Oliver, como lo hace en la encuesta, aquella frase de Carles Riba:
«El concepto y el sentimiento de catalanidad son fuertemente contagiosos».
Habría quien se pudiera contagiar por Carles Riba, pero lo que es hoy, la epidemia sólo afectará a los analfabetos de entre los emigrantes, a los que no dolerá su estrago. Los amantes de la literatura, si todos los catalanes fueran —que no lo son— como parecen estos escritores, huirían de esas lenguas de fuego como de la mismísima peste.
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