domingo, 1 de diciembre de 2013

Un oso en la corte del rey Arturo

Resumen de 
Cataluña vista por un madrileño,
escrito por Ángel Puertas 
y editado por Ediciones Albores.



"He comenzado a leer el libro CATALUÑA VISTA POR UN MADRILEÑO, escrito por Ángel Puerta, el libro todavía desprende el calor de imprenta, lo que llevo leído me gusta, y deseo compartir con vosotros unas notas del autor en las que explica las sensaciones que le han llevado a escribirlo. Espero que tengáis ocasión de leerlo y de comentarlo.


El presente libro es una colección de pensamientos en torno a mi experiencia vital en Cataluña.

Muchos fenómenos me sorprendieron a mi llegada a Barcelona hace ya quince años. ¿Por qué hay sentimiento nacionalista en Cataluña y no en Perpiñán? ¿Por qué se exhibe con muchísima más profusión la bandera cuatribarrada en Cataluña que en Aragón? ¿Por qué algunos identifican su ideología con Cataluña entera? ¿Por qué hay tanta pasión catalanista? ¿Por qué ese rechazo al café para todos autonómico? ¿Por qué se identifica a Cataluña con el dinero y a Madrid con el poder? ¿A qué se debe la fama de laboriosidad y tacañería del catalán? ¿Por qué es tan diferente la percepción del problema territorial en Cataluña que en Madrid? ¿Por qué se conmemora una derrota ocurrida hace 300 años y se soslayan las guerras carlistas que asolaron Cataluña hace 150?


Preguntaba y preguntaba, pero las respuestas no me convencieron. Tuve la suerte de trabajar como fiscal adscrito a un Juzgado de Violencia sobre la Mujer. La conducta de muchas de las mujeres maltratadas me desconcertaba. Podían relatar una brutal agresión y tres días después, citadas para una declaración ampliatoria, se negaban a declarar contra su pareja, o bien, la excusaban. Así que para entenderlas comencé a estudiar algo de psicología. Descubrí que lo más importante en la vida de una persona no es lo que cuenta, sino lo que calla. Y lo que se calla en la historia de Cataluña son las guerras carlistas. En un lapso de 53 años (1822-1875) los catalanes sufrieron 35 de guerra civil, lo que no padeció ningún otro pueblo de España.


Fueron luchas en los montes y en las plazas. Los carlistas caían del monte al amanecer sobre cualquier pueblo, fusilaban a las autoridades liberales y exigían a los vecinos el pago de la contribución al rey Don Carlos. Bandas de latro-facciosos (en la terminología liberal de la época) asaltaban a los campesinos de camino a la feria comarcal a la que acudían a vender sus productos. Incendiaban registros civiles, estaciones de ferrocarril, masías liberales… Para financiarse secuestraban personas acomodadas y exigían un rescate. Los liberales tampoco les iban a la zaga: las masías en las que se refugiaban los tradicionalistas eran pasto de las llamas y las familias carlistas que tuvieran algún hijo en una partida veían sus posesiones confiscadas. Se fusilaba a los prisioneros y se remataba a los heridos. El enemigo era el vecino. La juventud estaba militarizada en ambos bandos. Ningún padre sabía si su hijo, enrolado en la milicia nacional, iba a regresar sano y salvo de perseguir una columna carlista o si lo iban a traer en parihuelas envuelto en una mortaja.


Al mismo tiempo Barcelona era una perpetua hoguera en la que no cesaban de estallar revoluciones. Era, en palabras de Engels, la ciudad de Europa en la que no hacía falta preparar la revolución, porque ésta estaba permanentemente preparada. 

Dimitía el gobierno liberal-progresista de Istúriz y se alzaban barricadas en Barcelona. 
La reina disolvía extemporáneamente las Cortes… barricadas en Barcelona. 
Un grupo de patrones no respetaba el laudo arbitral sobre el tamaño de las telas… barricadas en Barcelona. 
Subía el impuesto de consumos… barricadas en Barcelona. 
El gobierno llamaba a filas a la quinta del 29… barricadas en Barcelona. 
Y así durante medio siglo.

Las autoridades liberal-moderadas acudían con frecuencia a la fuerza militar para imponer el orden. Los estacazos gubernamentales estaban a la orden del día en toda España, pero Cataluña era toda una llaga. Más de diez años estuvo Barcelona en estado de sitio: antes de las doce de la noche debían cerrar cafés y teatros y quedaba prohibido transitar por la vía pública, se censuraban publicaciones, se disolvían asociaciones sospechosas, se condenaba en juicio sumarísimo… Una sensación de maltrato físico flotaba en el ambiente político. Y estas convulsiones duraron cincuenta años.


Cuando el presente es un desastre y el futuro se atisba aún más negro, los espíritus sensibles buscan en el pasado un modelo de sociedad. Y estamos en el Romanticismo, que se recrea en la Edad Media. Y los intelectuales de la burguesía elaboraron una fortísima idealización del Medievo, en busca de una utopía que proporcionara paz y orden. Pero mientras en otros lugares de España esa idealización del pasado no dejaba de ser una pose intelectual, en Cataluña era una necesidad vital y política hondamente sentida. La literatura de la Renaixença no recogió los desastres de las guerras carlistas, sino las victorias esplendorosas de Jaime I el Conquistador o Pedro II el Grande. 


Y se divulgaron acríticamente (y se fantasearon) todas esas historias. A la salida de misa las gentes hacían corrillos en la plaza del pueblo; alguien comentaba “¡qué vergüenza! ¡no podemos terminar el ferrocarril Barcelona-Mataró porque los forajidos asaltan las obras, apalean a los obreros y saquean la maquinaria! ¡no como antes, cuando hasta los peces del Mediterráneo llevaban las barras de Aragón!”, y la concurrencia suspiraba por ese pasado dorado. Florecía la novela histórica, que tenía mucho más de novela que de historia científica. (Aún hoy muchos turistas acuden a la iglesia parisina de Saint Sulpice y preguntan al párroco dónde se encuentran las líneas geométricas que permitieron desentrañar el misterio del Código da Vinci, sin percatarse que dichas líneas no existen, que lo relatado en la novela es pura fantasía)
 

La incertidumbre y la sensación de invalidez deprimen la autoestima. El desempleo, la enfermedad, la viudedad, la jubilación… implican que una persona se sienta poco útil para gestionar su propia vida; se hunde la autoconfianza. Muchos catalanes vivieron en ese aciago medio siglo a lomos de la inseguridad y la angustia social. Los enfrentamientos civiles, por lo que implican de autodestrucción, deprimen la autoestima de cualquier colectivo. “¿Cómo podemos ser tan bárbaros?”, se preguntaban muchos. La solución más soportable es encontrar un chivo expiatorio. Los antiguos hebreos, cuando la epidemia, la sequía o un fuego devastador flagelaban la comunidad, anotaban sus mayores pecados en un pergamino, y éste lo ataban al cuello de un chivo, el que, indefenso, era arrojado fuera del poblado para que fuera pasto de las alimañas. 

Felipe V fue ensalzado por los ilustrados catalanes y su figura no fue cuestionada hasta que fue necesario encontrar un chivo expiatorio. Era francés, como Napoleón, cuyos estragos estaban próximos en la memoria, y Borbón, como los nefastos Fernando VII e Isabel II. Cuando se tiene vivo en el recuerdo un pasado glorioso y se vive en el caos se busca un responsable de tal calamidad. La inquietud y la incertidumbre invitan a buscar un objeto contrafóbico. El futbolista se persigna antes de saltar al terreno de juego, el camionero luce en el salpicadero un medallón de San Cristóbal, el actor huye del amarillo en el estreno… Los rituales, los tótemes y ciertos objetos nos proporcionan seguridad en momentos de gran confusión. Los “fueros” derogados por Felipe V en 1714 se convirtieron en el objeto contrafóbico, unos fueros que nadie reclamó en las serenas Cortes borbónicas ni en las entusiastas de Cádiz ni en las liberales. “¡Volvamos a 1713!”, exclamaron los intelectuales más sensibles y acongojados. Pero era solo un sueño sin visos de realidad. Sin embargo, el relato y el deseo ya estaban creados.
 

La burguesía industrial demandaba servicios modernos: un telégrafo, una línea férrea, una escuela industrial, una delegación comercial en el extranjero…, y se topaban con un Estado pobre. Las recidivantes guerras del norte militarizaron España: los generales victoriosos eran héroes para las masas liberales, los continuos desórdenes obligaba a otorgarles poderes superiores a los de las autoridades civiles, y más de la mitad del presupuesto se destinaba a pagar los sueldos de la abundantísima oficialidad; añádase la amortización de la deuda pública contraída para derrotar al carlismo. Poco dinero quedaba para atender los servicios públicos. Y esa burguesía industrial contrastaba su pujanza con la escualidez del Estado, sus mansiones con la decrepitud de las instalaciones oficiales.
 

Además en la alta Administración y en el Gobierno escaseaban los catalanes. En todo un siglo solo hubo –y en un breve lapso de tiempo- tres presidentes de gobierno catalanes: Prim, Figueras y Pi i Margall. ¿La causa? Los cuerpos selectos de la Administración eran cubiertos por los hijos de la clase media-alta, que opositaban durante largos años. Pero esa misma clase social en Cataluña tenía otra salida profesional mejor remunerada: el negocio paterno, luego no necesitaban opositar. De esa alta clase funcionarial surgían muchos ministros. Por otra parte los intereses industriales catalanes chocaban con los agrarios de otras regiones. Y los diputados catalanes, incluso los del bloque gubernamental, rompían la disciplina de partido en las votaciones sobre aranceles, tributos, derecho civil o cuestión social, defendiendo posiciones proteccionistas y conservadoras. 


Posiblemente venga de ahí la expresión que tantas veces he escuchado a gente de izquierdas de “tenemos la peor burguesía de España”. Lo que tenía su lógica: unos obreros lanzaban bombas sobre las cabezas burguesas en el Liceo o en la procesión de Canvis Nous y unos burgueses se las devolvían en forma de leyes antiproletarias. Poco a poco fue cundiendo la sensación de que un Gobierno sito en una ciudad castellana, con infrarrepresentación catalana y poco atento a las peticiones de esa burguesía catalana, era poco de los catalanes.
 

La gota que colmó el vaso fue la lucha arancelaria. La industria española era poco competitiva, y casi toda era catalana. Para protegerla el gobierno erigía altos aranceles en las aduanas frente a las manufacturas inglesas o francesas. El resto de España era un mercado “cautivo” para esa industria catalana. La solidaridad nacional obligaba a ello. Poco a poco se introducen en las cátedras las ideas librecambistas: “si cerramos nuestros mercados a la competencia extranjera nuestros industriales no sentirán el aliento de la competencia y se apoltronarán y serán cada vez menos competitivos. Bajemos, pues, progresivamente los aranceles”. Cada vez que el Gobierno, influido por los librecambistas, trataba de bajarlos se convulsionaba Barcelona. Por una vez patronos y obreros estaban unidos en la defensa de algo, por una vez coincidían tradicionalistas y anticlericales, monárquicos y republicanos. Se celebraban mítines y manifestaciones, se recogían firmas, se enviaban comisiones a Madrid, se atentaba contra oficinas de recaudación de impuestos, se dispensaba recibimientos triunfales a los diputados que votaban contra la liberalización del comercio exterior… y hasta se levantaban barricadas. De hecho el detonante de la sublevación de la Junta Central de Barcelona fue el rumor de la firma de un tratado de comercio con Gran Bretaña para bajar los aranceles y poco después Espartero bombardeó Barcelona. Claro, que años después también fue bombardeada por un hijo de Reus: Prim.
 


En una época en la que no existían instituciones de amparo social el anuncio de la bajada de un arancel encogía el estómago a muchos obreros e industriales. En el resto de España los agricultores pugnaban por exportar sus vinos; cuando los llevaban al puerto de Londres o de Hamburgo el aduanero les cerraba las puertas con elevados aranceles, recíprocos a los españoles contra las manufacturas inglesas o alemanas. En el resto de España cunde un discurso: “aceptamos consumir manufacturas catalanas por ser nacionales, pero los catalanes, que siempre se quejan y siempre se salen con la suya, son los ricos, y no nos permiten dejar de ser pobres porque nos impiden exportar. Se hacen ricos con nuestra pobreza”. En los ambientes industriales catalanes el discurso es muy otro: “no se dan cuenta que como bajen los aranceles nos jugamos la supervivencia, no podemos competir con los ingleses, en una de estas el gobierno es capaz de bajar los aranceles y nos lleva a la ruina, no nos entienden, estamos solos, envidian nuestra prosperidad”. Y el Gobierno, entre un hijo industrial que se juega mucho y muchos agricultores que se juegan poco, optaba casi siempre por mantener altos los aranceles. Pero la angustia y la sensación de abandono se enquistaba.

Cuando un niño percibe que su madre es capaz de retirarle el alimento, o de darle un bofetón, o de no vestirle adecuadamente, o de no apreciar ni sus diferentes balbuceos, ese niño cree que su madre no lo quiere. Y el niño tiende a pensar que su madre no le aprecia porque él vale poco y ello le hunde más la autoestima. Pero en ocasiones el niño desarrolla un movimiento de hipercompensación: “¿cómo que yo valgo poco? Yo soy el mejor, soy el más trabajador, el más ahorrador, el más emprendedor, el más avanzado…, yo no soy una basura, sino que son mi madre y mis hermanos la basura”. De tal manera se crea una personalidad narcisista. El narcisista descubre que su supervivencia depende de ser permanentemente el centro de atención de la madre y de ser brillante a los ojos de los demás. Si por cualquier motivo la madre retira la atención el niño entra en angustia anaclítica, siente que puede ser abandonado por la madre y, por tanto, morir.
 

A finales del siglo XIX Valentí Almirall, padre del catalanismo de izquierdas, sostenía que el peor defecto de los catalanes era la petulancia, la creencia de ser mejores que los demás. Igual observó Unamuno. Y cualquier que lea obras de la época sobre el carácter catalán podrá comprobar lo mismo. Esa vanidad implica sobrevalorar los méritos propios y minusvalorar las capacidades ajenas. Sobre ese ambiente social finisecular germinó la semilla del nacionalismo, en aquella época tan proclive a comparar razas y pronosticar el triunfo de las septentrionales.

A fines del siglo XIX una generación de jóvenes intelectuales catalanes, con un pie en la masía y otro en la vertiginosa Ciudad Condal, hijos de padres liberales y madres carlistas, como Prat de la Riba, está hambrienta de nuevos ideales. Inflamados de una fe de la misma intensidad que la de sus progenitores carlistas desean encontrar una nueva, pues la de sus mayores –erosionada en la trepidante ciudad y derrotada en la última guerra- está caduca. Admiradores del progreso -como su otra rama familiar- se hallan frustrados por un Estado caciquil e ineficaz. Y su pasión y su frustración desembocan en una nueva ideología que recorre Europa: el nacionalismo; pero distinto del que conocieron sus mayores (el españolista), un nacionalismo más cálido, más esencialista, más cercano: el catalanista.
 

El narcisismo de las pequeñas diferencias –como decía Freud- está en la base del nacionalismo. El narciso no puede aceptar ser tratado en condiciones de igualdad con sus hermanos, pues él ya no destacaría (por eso repudia el café para todos autonómico). El narcisista no ve en sus semejantes unos hombres con los que compartir proyectos, sino unos espejos que deben devolverle una imagen halagadora de sí mismo o unas dianas a las que responsabilizar de sus frustraciones. El narcisista siempre es el más: cuando está en su versión convexa se considera el más brillante, cuando está en su etapa cóncava se contempla como el más maltratado. De ahí el sentimiento de superioridad y el victimismo característico del nacionalista.

Él no dialoga, hace pedagogía. Los demás son involuntarios alumnos que deben darle la razón. En caso contrario son recalcitrantes individuos que no comprenden Cataluña. No puede escuchar, los demás no son iguales con los que entablar una relación recíprocamente nutritiva. No practica la ecología, sino la egología. Los demás no existen, son una masa informe, que debe proporcionarle todo cuanto necesite: reconocimiento, competencias, dinero. Pero su reclamación es inacabable, porque el narcisismo nació de una sensación de abandono, de un temor a que la madre retirara el pecho si el niño dejaba de despertar la atención materna. Y el niño siempre llora y siempre mama, porque tiene miedo de que si deja de llorar y mamar desaparezca el alimento (“dame, dame, dame, que nunca me lleno”). 


Nunca disfruta con lo que tiene (“hoy quiero el 15% del IRPF, mañana el 30%, pasado un nuevo sistema de financiación, luego otro Estatut, después un pacto fiscal”, por más que en la Transición ni se le pasó por la cabeza tales reivindicaciones). Solo disfruta con la lucha, pues en la lucha se siente fuerte, se siente escuchado, se siente temido, ya que intuye el miedo que provocan sus amenazas de marchar de casa. Finalmente una sentencia del Tribunal Constitucional no es un texto jurídico más o menos fundamentado, no, es un acto de desamor. No darle la razón es no quererlo. Y el narcisista no soporta la frustración. Y ante ella decide marchar del hogar secular, en busca de una nueva Eco que le admire y regale, ya que la vieja Eco no sabe quererle.
 

Cuenta la mitología que Narciso se enamoró contemplando su imagen en una laguna; él quería poseerse, pero cada vez que con las yemas de sus dedos tocaba el agua su reflejo se desvanecía. La ninfa Eco suspiraba por él. Narciso, frustrado por su imposibilidad de poseerse, murió de tristeza. Y Eco vagó por las montañas repitiendo a los cuatro vientos la belleza de Narciso. “España no nos quiere, pero el mundo admirado por la Barcelona olímpica o el Barça de Guardiola suspiran por nosotros. ¿Qué hacemos en este viejo país?”
 

 El narcisista se hace por temer no recibir el abrazo de la madre, por lo que tiende a abrazarse continuamente a sí mismo, y solo existe él, solo son importantes sus sentimientos, sus intereses, sus derechos…, los demás son secundarios (“el derecho a decidir es solo nuestro”).
Como apuntaba Adler “de los sentimientos de inseguridad y de inferioridad surge una recia lucha para afirmar la propia personalidad, de una intensidad harto mayor que lo normal”. En la convulsa Cataluña decimonónica surgieron hombres que –como catalanes- lo querían todo, desde regir España hasta emanciparse de ella. Deseaban que Cataluña fuera lo más fuerte, pero iban a lomos de su fantasía, su frustración y sus temores de persecución. De ahí su carácter ciclotímico, capaces de pasar de la euforia a la depresión (“la marca Cataluña es imparable”, “¡vamos todos juntos el 11-S!”, o bien, “o logramos la independencia o Cataluña desaparecerá”, “si no se construye el Corredor Mediterráneo se hundirá nuestra economía”, etc.).


El nacionalista, temeroso de no ser querido, atribuye sus limitaciones a la malquerencia de los demás (“las cuentas del Estado se aprueban en perjuicio de Cataluña”, “los catalanes pagan más impuestos”, “los andaluces viven de nuestros impuestos”, “Madrid tiene mejor metro por sus privilegios”). Para proteger su autoestima evita la autocrítica, no es capaz de concebir que otros lo hagan mejor que él. Cuando los datos objetivos muestran que en Cataluña los impuestos son más altos que en otras comunidades ni se le pasa por la cabeza que la responsabilidad sea de sus gobernantes autonómicos, no, la culpa es de que los demás viven a su costa. Ausencia de autocrítica y de espíritu de emulación se traduce en menor exigencia a los gobernantes, y esto en peor gestión. La mala gestión no solo no tiene coste electoral (pues desvía la culpa a “Madrid”), sino que incluso tiene premio, pues el nacionalista se presenta como el paladín de la Cataluña maltratada. La Comisión Europea describe en su informe de 2012 a Cataluña como la región peor gobernada de Europa, pero el narcisismo no puede verlo.


Los hombres llevamos un guión de vida inscrito en nuestro ser. Una niña puede ver continuamente a su madre vejada verbal o sexualmente por su padre, y oír al padre decir: “esto lo hago porque te quiero, para que aprendas a comportarte como una auténtica mujer”, y la niña con un punzón escribe en su marmórea conciencia: “los hombres son malos, pero nos quieren”. La niña crece y solo se enamora de hombres maltratadores, y no es capaz de dejarles porque teme que todos los demás sean igual. Los guiones de vida otorgan seguridad, nos enseñan como es el mundo, y lo que más teme el hombre no es a la desdicha, sino a la incertidumbre (se pasa peor ante de la entrega de las notas escolares que cuando se sabe que se ha suspendido, cuando se duda si las pruebas médica pronostican cáncer que cuando el diagnóstico ha sido confirmado). Hace algo más de cien años una minoría de catalanes escribió un guión de vida: “mamá –el Estado- no nos quiere, es capaz de bajarnos los aranceles, de descargar represión militar para reprimir sediciones, de no proporcionarnos servicios modernos… nuestros hermanos envidian nuestro progreso”. Ese guión se transmite acríticamente de padres a hijos. 


Cualquier dato de la política actual es interpretado conforme a dicho guión; los múltiples datos se filtran de manera coherente con el guión secular. E igual con la historia. El pasado se reinterpreta para que no desentone con la sensación actual de opresión, los conflictos del ayer no son sino la causa del malestar anímico de hoy. Por eso la historia tiene tantas versiones. Pero mientras la historiografía pergeñada por el nacionalismo españolista (Modesto Lafuente, Menéndez Pelayo, etc.) ha caducado -su apropiación por el franquismo ha contribuido a ello-, la historia elaborada por la emotividad catalanista se mantiene incólume a cualquier crítica. Si se tambaleara la narración histórica nacionalista el sentimiento de opresión resultaría absurdo.

El nacionalismo se asemeja a una religión. La bandera sustituye a la cruz, la estatua del héroe a la imagen del santo, el lugar de ajusticiamiento del patriota al punto de aparición mariana, el himno nacional al tedeum, la nación singularísima al pueblo elegido, el Estado-nación a la Iglesia salvadora, la independencia al paraíso terrenal, el Estado opresor al anticristo, los botiflers (o antiespañoles) a los herejes y renegados, la escuela adoctrinadora al catecismo, la lengua al Santo Grial, el nacimiento-muerte-resurrección de la patria al nacimiento-muerte-resurrección de Cristo… La nación proporciona calor espiritual, sensación de comunidad, hermandad de los iguales en la lucha contra el mal externo, un mal “que nos expolia, oprime, ningunea, pretende hacernos desaparecer”. Tiene, ¡cómo no!, sus dogmas (lo que es o no nación), su moral (cómo ser buen o mal patriota) y su liturgia (banderas al viento, celebraciones, baños de masas). Uniéndose en el nuevo movimiento de masas el hombre se siente útil e importante, porque se sacrifica por una causa común y todos quedan en deuda con él. Se considera más catalán que los demás, pues él lucha y sufre por la causa. Él puede hablar sin rebozo alguno: “Cataluña quiere…”, “los catalanes aspiramos…”, cuando en realidad son solo los nacionalistas los que quieren o los que aspiran. Los demás catalanes no existen o son secundarios. Y si critican son sucursalistas, butiflers o, incluso, anticatalanes (como los defensores del bilingüismo en la escuela).


El discurso nacionalista se configura como un discurso del rechazo al resto de España. Si uno se considera la víctima los demás son implícitamente los victimarios. Si uno hace las cosas mejor solo, la colaboración de los demás es menos eficiente porque los demás españoles tienen cualidades menos valiosas. Si el problema de los catalanes es vivir con los demás españoles, los demás españoles son el problema. Son los mensajes tácitos. Cuando en el resto de España alguien responde iracundo el nacionalista (o incluso el catalán no nacionalista) confirma que el resto de españoles no quieren a Cataluña.
 

El nacionalismo es un amor desmesurado por la nación. Al igual que el enamorado desea fundirse con la amada y el místico aspira a la unión con Dios, el nacionalista diluye las fronteras entre su ser y la nación, es decir, él es la nación y la nación es él, criticarle a él es criticar a la nación. Por eso es tan susceptible en la crítica política: no conceder lo que él reclama es no querer a Cataluña. La discrepancia entre el Gobierno central se convierte en malquerencia. La única salida, pues, es alejarse de los que no le quieren.
En el libro trato muy diversos temas:


- Del origen de la fama de laboriosidad y tacañería del catalán y de la prosperidad de Cataluña, y de otros tópicos del catalán (evidentemente para desmentirlos).
 

- De las relaciones entre los charnegos y los catalanes de toda la vida, y como los primeros contemplan a sus tierras de origen.
 

- De por qué algunos catalanes viven su catalanidad con autocomplacencia y sentimiento de superioridad y los efectos que esto tiene en la decadencia económica y política de Cataluña.
 

- De las infraestructuras y por qué existe victimismo y si está fundado.
 

- Del sistema sucesorio (el hereu) y su influencia en el catalanismo (y en el anarquismo).
 

- De la manera en que se cuenta la historia y por qué.
 

- De la catalanofobia.
 

- De los malentendidos y suspicacias lingüísticas y de por qué debería estudiarse catalán en vez de latín en el resto de España.
 

- De los derechos lingüísticos en la escuela y el cambio del catalanismo sobre la enseñanza en lengua materna, amén de las resoluciones de la Unesco, Unicef y la Carta Europea sobre Lenguas Regionales. Así mismo, sobre el contraste en la enseñanza durante la Generalitat republicana y la monárquica.
 

- De mi cariño por Madrid, la antipatía hacia mi ciudad y su origen, y de la conveniencia de tener dos capitales (Barcelona y Madrid), como Suiza (Berna, Lausana), Holanda (La Haya, Amsterdam) y Alemania (Berlín, Karlsruhe, Frankfurt).
 

- De la disonancia cognitiva, o distorsión de la realidad cuando el miedo nubla la información y la encauza. Distorsión que acontece en el debate cotidiano, periodístico, político o historiográfico.
 

- De cómo influyó la intolerancia religiosa de antaño en el peor defecto de nuestra cultura política, y cómo afecta a la cuestión territorial.
 

- De si existe la identidad colectiva y si Cataluña (o España) es una nación.
 

- Del paralelismo entre el nacionalismo y Don Quijote (embriagador y entrañable personaje, y lo afirmo sin ironía).
 

- De cómo se disocia lo bueno y lo malo, lo árabe y lo moro, y (en muchos catalanistas) lo catalán y lo español.
 

- De cómo el nacionalismo sirve para desviar hacia el exterior los problemas internos y para atizar, pues, el recelo o resentimiento hacia los demás españoles.
 

- De si España fuera una familia de tres hermanos, ¿cuál sería el mayor, el mediano y el menor? ¿Y el hermano prematuramente muerto? Respuesta: Castilla, Cataluña y Andalucía. Y Portugal.
 

- Del complejo Companys de la izquierda catalana: “ahora ya no dirán que soy poco catalanista”.
 

- De por qué no hay nacionalismo catalanista en Perpiñán, tan española como Gibraltar (tan mucho o tan poco, como queramos).
 

- Del conflicto por la propiedad de la tierra, entre los que la usan frecuentemente (los catalanes secesionistas) y los demás copropietarios (los restantes catalanes y los demás españoles).
 

- De las metáforas del divorcio y la comunidad de vecinos.
 

- Del déficit fiscal y las distintas maneras de calcularlo, amén del populismo que con ello se hace.
 

- Del derecho a la autodeterminación y si una Cataluña independiente puede permanecer en Europa.
 

- Concluyo con unas propuestas de solución. Para atinar en el tratamiento hay que acertar con el diagnóstico y la etiología.
La obra es una reflexión sobre cómo surgió esta ideología catalanista y cómo afecta a la percepción de los problemas de Cataluña. Difícilmente se puede solucionar un problema de convivencia si no entendemos su origen ni cómo los nudos del pasado impiden el suave discurrir de los lazos del presente. Por razones emocionales, económicas, morales y democráticas conviene detenerse a comprender los giros de la historia y de la psicología humana. Si no lo hacemos no atinaremos a desandar el camino para desenredar el nudo. Algunos apostarán por cortar el nudo gordiano con un golpe de espada, otros a dejar los nudos tal cual. Yo prefiero “des-anudarlos”, aunque ello suponga dejar al “des-nudo” las vergüenzas de nuestro pasado. Merece la pena comprendernos entre los compatriotas. Descubriríamos que el dolor y las suspicacias del ayer no nos son ajenos, y que los problemas virtuales no precisan muchas veces duras soluciones estructurales, sino atentamente afectivas. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo va a hacer?

Agustina de Aragón era catalana, como lo fue Federica Montseny, ministra de la CNT. Algunos bisnietos de ellas reniegan de la patria de sus ancestros. A los bisnietos se les hurta la historia, y mientras, se agrandan las fosas de la desconfianza, los derechos civiles y los agravios. Una frontera es una indignidad. Para algunos es una salvación. Algunos quieren ahondar el foso. Yo prefiero llenarlo con palabras, argumentos y comprensión.



















ole

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