lunes, 26 de diciembre de 2016

El sobrino de Rameau: ¿Qué es un canto?



























Página 134

Yo [Diderot].—Así es. Tras un momento de silencio tanto por su parte como por la mía, durante el cual se paseó silbando y cantando, le dije, para llevar la conversación hacia su talento: 
«¿Qué hacéis ahora?»
ÉL [El sobrino de Rameau].—Nada...
YO.—Eso cansa mucho.
ÉL.—Antes, ya era bastante mediocre. Pero fui a oír esa música de Duni. Han acabado conmigo.

[Egidio Romualdo Duni (1709-1775), compositor napolitano, se estableció en París donde triunfó en la Ópera-Cómica con Le Peintre amoureux de son modèle en 1758. También compuso óperas bufas. Durante algún tiempo los filósofos, Diderot especialmente, apreciaron su música. y de otros jóvenes compositores]


YO.—Os gusta, pues, ese género de música.
ÉL.—Ciertamente.
Yo.—¿Y os parecen bellos esos nuevos cantos?
ÉL.—Claro que sí. ¡Pardiez, os lo aseguro! ¡Qué declamación! ¡Qué verdad! ¡Qué expresión!

YO.—Puesto que todo arte de imitación tiene su modelos en la naturaleza, 
¿cuál es el modelo del músico cuando compone cantos?

ÉL.—¿Por qué no abordamos la cuestión desde más arriba? ¿Qué es un canto?

YO.—Os confieso que esa cuestión es superior a mis fuerzas. (...)

ÉL—El canto es una imitación, 
mediante los sonidos, de una escala,
inventada por el arte 
o inspirada por la naturaleza, como queráis, 
o mediante la voz o 
el instrumento, 
de los ruidos físicos 
o los acentos de la pasión; 

y ya véis que, cambiando lo que haya que cambiar, 
la definición convendría exactamente a la pintura, 
a la elocuencia, a la escultura y a la poesía. 

Pero volviendo ahora a vuestra pregunta,

¿Cuál es el modelo del músico o del canto?

Pues bien, la declamación, si el modelo vive y piensa; 
el ruido, si el modelo es inanimado. 

Debemos considerar la declamación como una línea 
y el canto como otra línea que serpenteara sobre la primera. 

Cuanto más fuerte y verdadera sea esa declamación, 
modelo del canto, 
más veces el canto que se adapta a ella la cortará por diferentes puntos; 
cuanto más verdadero sea el canto, más bello será. 

 Y esto lo han comprendido muy bien nuestros jóvenes músicos. 

Cuando se oye Je suis un pauvre diable, creemos reconocer las quejas de un avaro; si no cantase, hablaría a la tierra en tono similar al confiarle su oro y decirle 

O terre, recois mon trésor  

[Se trata de un aria de la Ile des Fous de Duni, 
obra creada en la Comedia italiana en 1761]


Y esa chiquilla que siente palpitar su corazón, que se sonroja, que se turba y suplica a Monseñor que la deje partir, ¿se expresaría de otro modo? En esas obras aparecen toda suerte de caracteres y una variedad infinita de declamaciones. Eso es sublime, os lo digo yo.

Id, id a escuchar el fragmento en que el joven, al sentirse morir, exclama: 

Mon coeur s'en va  
     
[Ambas melodías son de Philidor. La primera del Jardinier et son seigneur (1761); la segunda del Maréchal-Ferrant, del mismo año]


Oid el canto, oid la sinfonía, y ya me diréis después qué diferencia hay entre las voces verdaderas de un moribundo y el sesgo de ese canto. 
Veréis cómo la línea de la melodía coincide en su totalidad con la línea de la declamación.

No os hablo de la medida, 
que es también una de las condiciones del canto; 
me atengo a la expresión, 
y no existe nada más evidente que el pasaje siguiente, que leí en alguna parte: 

"musices serninarium accentus"

[«El acento es el principio de la música.» En el Salon de 1767, Diderot expresa una teoría análoga]

El acento es la semilla de la melodía. 

Juzgad por esto la dificultad y la importancia que tiene el recitativo.

No hay aire bello del que no pueda hacerse un bello recitativo; 
ni bello recitativo del que un hombre habilidoso no pueda sacar un bello aire. 

No quisiera asegurar que quien recite bien, cante bien; 
pero me sorprendería 
que quien canta bien, no supiese recitar. 

Y creed todo cuanto os digo, porque es la verdad. 

Yo.—No me importaría creeros, si no me lo impidiese un pequeño inconveniente. 
ÉL.—¿Y cuál es? 
Yo.—Si esa música es sublime, necesariamente la del divino Lulli, la de Campra, Destouches, Mouret e incluso —y que esto quede entre nosotros— la de vuestro querido tío, será un poco vulgar.

[Se trata de los más ilustres representantes de esa música francesa que critica Diderot: André Campra (1660-1774), autor de óperas; André Destouches (1672-1749), también compuso óperas que tuvieron gran éxito; Jean-Joseph Mouret (1682-1738), músico de cámara del rey y director de orquesta de la Ópera y del Teatro italiano]

ÉL (Acercándose a mi oído, me dijo:) —No quisiera que se me oyese, hay aquí mucha gente que me conoce; tenéis razón esa música es vulgar. 

No me preocupa mi querido tío, y digo querido por no decir otra cosa. Es una piedra. Aunque me viese con la lengua fuera, no me daría ni un vaso de agua. Pero por más que haga en la octava, en la séptima, hon, hon; hin, hin, tu, tu, tu; turelututu, con una cencerrada de mil diablos; los que empiezan a entender algo, los que ya no confunden el alboroto con la música, jamás se conformarán con eso. La policía debería prohibir que se cantase el Stabat de Pergolese, independientemente de la calidad o condición del intérprete.

El verdugo debería quemar dicho Stabat 

[El Stabat es la obra maestra de Pergolése (1710-1736), 
que también es autor de las óperas 
La Servante Maftresse (Serva Padrona) y Tracallo
citadas a continuación. 


La Servante Maitresse se representó en la Ópera de París en 1752, por los Bufones italianos, 
y desencadenó la famosa «Querelle des Bouffons». La querella se convirtió en una agria polémica, que enfrentó a los partidarios de dos concepciones musicales opuestas. 

Por un lado, la lírica francesa tradicional, la ópera seria, con su estilo solemne, establecida por Lulli y renovada por Rameau, que defienden el rey y una parte de la corte. 

Por el otro, la nueva música italiana, representada por Pergolése y Jommelli, la ópera bufa, 
más expresiva y fluida. 

Diderot y los filósofos apoyaron con entusiasmo a esta última. Jean-Philippe Rameau fue el gran perdedor en este debate. Pero la música francesa salió ganando, porque las críticas, en parte excesivas, le hicieron perder su rigidez y la abrieron a la expresión de pasiones y sentimientos.]


"A fe mía que esos malditos bufones, con su Servante maitresse o su Tracollo, nos han sacudido bien las posaderas. Antaño, un Taneréde, una Issé,  una Europe Galante, las Indes y Castor, los Talents lyriques, duraban cuatro, cinco, seis meses.

[Tancrède (1702) y L'Europe Galante (1697) son dos ballets de Campra; Issé es un ballet de Destouches; Rameau es autor de las tres óperas citadas a continuación; Lulli compone la musica de Armide (1686) sobre un libreto de Quinault. Esta obra se representó con éxito hasta in avanzado el siglo XVIII.
Todos ellos títulos clásicos del repertorio francés, desbancado por los Italianos.]

"No se veía el fin de las representaciones de una Armide. En la actualidad, todas esas obras caen como castillos de naipes. Por eso Rebel y Francoeur echan chispas. 
[Francois Rebel (1701-1775) y Francois Francoeur (1698-1797), dirigieron la ópera de 1757 a 1767, ambos se inquietaban ante el éxito ópera bufa, instalada en la feria Saint-Laurent.]

Dicen que todo está perdido, que están arruinados, y que si se tolera por más tiempo a esa canalla cantante de la Feria, la música nacional se irá al diablo, 
y que la Academia Real del callejón sin salida no tendrá más remedio que cerrar. 
Algo hay de cierto en todo esto. 

[Alusión al callejón sin salida que daba acceso al edificio de la Ópera] 

Los carcamales que acuden a las representaciones desde hace treinta o cuarenta años, todos los viernes, en lugar de divertirse, como antes, se aburren y bostezan sin saber muy bien por qué. Se lo preguntan y no saben contestarse. ¿Por qué no me lo preguntan a mí? 

La predicción de Duni se cumplirá; y de seguir este ritmo, que me muera si dentro de cuatro o cinco años, a partir del Peintre amoureux de son Modéle, queda alguien en el célebre Callejón. 

¡Pobre gente! Han renunciado a sus sinfonías para tocar las italianas. 
Creyeron que acabarían adaptando sus oídos a estas últimas, sin consecuencia para su música vocal; como si la sinfonía no fuese al canto, con un poco de libertad inspirada por la amplitud del instrumento y la movilidad de los dedos, lo que el canto es a la declamación real. 

Como si el violín no fuese el mono del cantante, quien a su vez se convertirá algún día, cuando lo difícil ocupe el lugar de lo bello, en mono del violín. 

El primero que interpretó a Locatelli fue el apóstol de la nueva música. ¡A otros con ese cuento! ¿Se nos acostumbrará a la imitación de los acentos de la pasión o de los fenómenos de la naturaleza, por el canto y la voz, por el instrumento (pues éste es el objeto de la música en toda su extensión), y conservaremos, sin embargo, nuestro gusto por los vuelos, las lanzas, las glorias, los triunfos y las victorias?

Vat-en voir s'ils viennent, Jean. [puedes esperar sentado]

Han pensado que llorarían o reirían con escenas de tragedia o de comedia puestas en música; que a sus oídos llegarían los acentos del furor, del odio, de los celos, las verdaderas quejas del amor, las ironías, las bromas del teatro italiano o francés; y que, no obstante, seguirían admirando Ragonde y Platéeml. 

Pues yo digo: ¡tararí que te vi! 

Pensaron que experimentarían incesantemente con qué facilidad, flexibilidad y dulzura, la armonía, la prosodia, las elipsis, las inversiones de la lengua italiana se prestaban al arte, al movimiento, a la expresión del canto y al valor mesurado de los sonidos, y que seguirían ignorando que la suya, la francesa, es rígida, sorda, pesada, pedante y monótona. 

¡Sí! ¡Sí! Estaban persuadidos de que, tras mezclar sus lágrimas con los llantos de una madre desconsolada por la muerte de su hijo; después de haberse estremecido oyendo a un tirano ordenar un crimen; no se aburrirían de su mundo mágico, de su insípida mitología, de sus pequeños madrigales dulzones que demuestran tanto el mal gusto del poeta como la miseria del arte que a él se adapta. 

¡Pobre gente! Esto no es posible ni puede serlo. Lo verdadero, lo bello y lo bueno tienen sus derechos. Se les discute, pero acaba uno por admirarlos. Lo que no ha sido marcado por ese sello, se admira durante cierto tiempo, pero acaba por hacer bostezar. Bostezad, pues, señores; bostezad a vuestras anchas. No os reprimáis. 

El imperio de la naturaleza y de mi trinidad, contra la que las puertas del infierno jamás prevalecerán (lo verdadero, que es el padre, el cual engendra lo bueno, que es el hijo, de donde procede lo bello, que es el Espíritu Santo), se establece de manera paulatina. 

El Dios extranjero se sitúa humildemente sobre el altar junto al ídolo del país; poco a poco se va afirmando; un día empuja con el codo a su camarada y, ¡zas!, he aquí el ídolo en el suelo. 
Así dicen que los jesuitas implantaron el cristianismo en China y en la India.

100 Estribillo de una vieja canción popular que significa: «¡Puedes es-NI' actuado!» Literalmente: «¡Vete a ver si vienen, Juan!" el ópera de Mouret (1742) y comedia-ballet de Rameau (1749), con-illkorodos ambas como las más representativas de un estilo ya superado.
[1391

  Y por más que digan los jansenistas, esa táctica política, que camina hacia su fin sin ruido, sin efusión de sangre, sin mártires, sin arrancar ni un cabello, me parece la mejor. 

YO.—Alguna razón tenéis en cuanto acabáis de decir. 
ÉL.—¡Alguna razón! Tanto mejor. Que me lleve el diablo si lo pretendo. Digo las cosas de cualquier manera. Soy como los músicos del Callejón cuando apareció mi tío. Si acierto, enhorabuena. Un mozo de carbonería siempre hablará mejor de su oficio que toda una Academia y que todos los Duhamel del mundo.  
[Duhamel de Monceau (1709-1782), miembro de la Academia de Ciencias y experto en agronomía. Publicó en 1760 un Art du Charbonnier.]

Y entonces empezó a pasearse tarareando algunos de los aires de lile des Fous, del Peintre amoureux de son Modéle, del Maréchal-ferrant, de la Plaideuse; y de vez en cuando, elevando las manos y la mirada al cielo, exclamaba: 

«¡Qué bonito es, Dios mío, qué bonito es! ¿Cómo se puede tener un par de orejas en la cabeza y formular semejante pregunta?» 

Se apasionaba y comenzaba a cantar bajito. Elevaba el tono a medida que se iba apasionando. Después vinieron los gestos, las muecas del rostro y las contorsiones del cuerpo; y yo me dije: 

«Bueno ya está perdiendo la cabeza y se prepara una nueva escena.» 

En efecto, comenzó a gritos: 

«Je suis un pauvre misérable... Monseigneur, Monseigneur laissez-moi partir... 
O terre, recois mon or, conserve bien mon trésor... Mon ame, mon ame, ma vie! O terre...! 
Le voilá le petit ami; le voilá le petit ami! Aspettare e non venire... A Zerbina penserete... Sempre in contrasti con te si sta...» 
[«Soy un pobre miserable»... «Monseñor, monseñor, dejadme partir»... «¡Oh tierra, recibe mi oro!» «¡Conserva bien mi tesoro...!» «¡Alma mía, alma mía, vida mía!» «¡Oh tierra...!» «¡Aquí está el amiguito, aquí está el amiguito!» Arias diversas sacadas de las obras citadas anteriormente.]


Amontonaba y confundía juntos treinta aires italianos, franceses, trágicos, cómicos, toda clase de caracteres. Unas veces, con voz de bajo profundo, descendía a los infiernos; otras se desgañitaba e imitaba el falsete, desgarrando lo más agudo de los aires, imitando el
andar, la postura y el gesto de los diferentes personajes cantores; sucesivamente furioso, sosegado, dominante, burlón. Ahora es una jovencita que llora e imita todos sus arrumacos; luego, es el sacerdote, el rey, el tirano, amenaza, ordena, se encoleriza; es esclavo, obedece. Se apacigua, se lamenta, se queja, se ríe; nunca fuera de tono, de medida, del sentido de las palabras y del carácter del aire.

 Todos los jugadores de ajedrez habían abandonado sus tableros, reuniéndose a su alrededor. Las ventanas del café estaban ocupadas en el exterior por los transeúntes a los que había detenido el ruido. Estallaban carcajadas como para hundir el techo. 

Él no se daba cuenta de nada; continuaba, embargado por una alienación mental, por un entusiasmo tan cercano a la locura, que parecía difícil que recobrase el sentido; quizá fuese necesario meterle en un fiacre y llevarle directamente a las Petites-Maisons. 

Al cantar un fragmento de las Lamentations de Jomelli'", repetía con una precisión, una verdad y un entusiasmo increíbles, las partes más bellas de cada fragmento; aquel hermoso recitativo obligado en que el profeta describe la desolación de Jerusalén, lo regó con tal torrente de lágrimas que hizo llorar a todo el auditorio. 

El espectáculo era completo: la delicadeza del canto, la fuerza de la expresión y el dolor. 
Insistía en los momentos en que el músico se había mostrado particularmente a la altura de un gran maestro. Si abandonaba la parte del canto, era para tomar la instrumental, la cual dejaba súbitamente para volver a la parte vocal, entrelazando una y otra con el fin de conservar los enlaces y la unidad del todo; apoderándose de nuestras almas y manteniéndolas en suspenso en la situación más singular que jamás haya vivido... 

¿Le admiraba? ¡Sí, le admiraba! ¿Me apiadaba? ¡Sí, me apiadaba! Pero una sombra de ridículo empañaba estos sentimientos y los desnaturalizaba. Hubieséis estallado en carcajadas ante el modo en que parodiaba los diferentes instrumentos. Con las mejillas infladas e hinchadas, y un sonido ronco y sombrío, imitaba los cornos y las tubas; producía un sonido brillante y nasal para poner música a las Máximas de la Rochefoucauld o a los Pensamientos de Pascal.



104 Compositor italiano que cultivó con éxito el género del oratorio.



Al grito animal de la pasión le corresponde marcar la línea que nos conviene. 

Esas expresiones deben agolparse las unas sobre las otras; 
la frase ha de ser corta, el sentido entrecortado, suspendido; 
el músico debe disponer del conjunto y de cada una de sus partes; 
omitir una palabra o repetirla; añadir la que le falta; 
darle vueltas y más vueltas como un pólipo sin destruirla; 
esto es lo que hace a la poesía lírica francesa mucho más difícil que la de otras lenguas que presentan inversiones, con todas las ventajas que ello supone... 

Barbare, cruel, plonge ton poignard dans mon sein.
Me voilá préte á recevoir le coup fatal. Frappe. Ose... Ah, je languis, je meurs... Un feu secret s'allunze dans mes sens... Cruel amour, que veux-tu de moi... Laisse-moi la douce paix dont j'ai joui... Rends-moi la raison...

[Fragmentos inconexos de Fedra. Todos corresponden a pasajes célebres muy conocidos (II, 5; I, 4; IV, 6). El texto dice: «Bárbaro, cruel, hunde tu puñal en mi seno. Héme aquí puesto a recibir el golpe fatal. Gol-pea, atrévete... ¡Ah, languidezco, muero!... Un fuego secreto se enciende en mis sentidos... Cruel amor, ¿qué quieres de mí? Déjame la dulce paz de la que he gozado... Devuélveme la razón...»]


Las pasiones tienen que ser fuertes; la ternura del músico y del poeta lírico ha de ser extrema.

El canto es casi siempre la peroración de la escena. 

Necesitamos exclamaciones, interjecciones, suspensiones, interrupciones, afirmaciones, negaciones; llamarnos, invocamos, gritamos, gemimos, lloramos, nos reímos con franqueza.

Nada de ingenio, nada de epigramas, nada de bonitos pensamientos. 

Todo eso está demasiado lejos de la simple naturaleza. 

Y no vayáis a creer que el juego de los actores de teatro y su declamación puedan servirnos de modelo. ¡Quita! Necesitamos un modelo más enérgico, menos amanerado, más verdadero. 

Los discursos simples, las voces comunes de la pasión, nos son tanto más necesarios cuanto más monótona sea la lengua y tenga menos acento. El grito animal o del hombre apasionado se los proporcionará." 




[144] 

Mientras me hablaba de ese modo, la muchedumbre que nos rodeaba, al no entender nada o por interesarle poco lo que decía (porque, en general, tanto el niño como el hombre, el hombre como el niño, prefieren divertirse a instruirse), se había retirado cada cual a su juego, y nos habíamos quedado solos en nuestro rincón. 

Sentado en una banqueta, la cabeza apoyada en la pared, los brazos colgando y los ojos medio cerrados, me dijo: 

«No sé lo que me sucede; cuando vine estaba fresco y despierto, y ahora estoy molido y roto, como si hubiese recorrido diez leguas. Me ha ocurrido de repente.» 

Yo.—¿Queréis tomar algún refresco? 
ÉL—Con mucho gusto. Me siento afónico, desfallecido y me duele un poco el pecho. Esto me sucede casi todos los días, sin que sepa la razón. 
Yo.—¿Qué queréis? 
ÉL—Cualquier cosa. No soy exigente. La indigencia me ha enseñado a adaptarme a todo. 

Nos sirven cerveza y limonada. Llena un vaso grande y lo vacía dos o tres veces seguidas. Después, como un hombre reanimado, tose fuertemente, se agita y prosigue: 

página 145: "La prosodia y el canto"

«Pero, en vuestra opinión, señor filósofo, ¿no os parece muy extraño que un extranjero, un italiano, un Duni, venga a enseñarnos a dar acento a nuestra música, a plegar nuestro canto a todos los movimientos, a todas las medidas, a todos los intervalos, a todas las declamaciones, sin alterar la prosodia? 

¡No era cosa del otro jueves! Cualquiera que hubiese escuchado a un pordiosero pedir limosna en la calle, a un hombre en un arrebato de ira, a una mujer celosa y furiosa, a un amante desesperado, a un adulador, sí, sí a un adulador dulcificando su tono, arrastrando las sílabas con voz melosa; en una palabra, 

cualquiera que hubiese observado una pasión, con tal de que por su energía mereciese servir de modelo al músico, hubiese podido darse cuenta de dos cosas:

1. una, que las sílabas, largas o breves, carecen de duración fija, incluso de relación determinada entre sus duraciones; 

2. otra, que la pasión dispone de la prosodia casi como quiere; que emplea los mayores intervalos, que quien exclama desde lo más intenso de su dolor: 

"¡Oh, desgraciado de mí!", 

sube la sílaba de la exclamación al tono más elevado y agudo, y desciende los otros hasta los tonos más graves y bajos, haciendo la octava o, incluso, un intervalo más grande, y dando a cada sonido la intensidad que conviene al sesgo de la melodía; 
sin herir el oído, sin que la sílaba larga o la breve hayan conservado la longitud o la brevedad del discurso tranquilo.

 ¡Cuánto camino hemos recorrido desde la época en que citábamos el paréntesis de Armide: 
Le vaingueur de Renaud (si quelqu'un le peut étre), el Obéissons sans balancer de las Indes Galantes"como prodigios de declamación musical! 
Ahora, estos prodigios me hacen encoger los hombros de lástima. 

Al ritmo que sigue el arte, no sé dónde irá a parar. Mientras tanto, bebamos un trago.» 

Se bebió dos, tres vasos, sin saber lo que hacía. Se hubiera ahogado, como antes se había agotado, sin darse cuenta, si yo no hubiese desplazado la botella que buscaba distraídamente.
 Entonces le dije: 

Yo.—¿Cómo es posible que con un tacto tan fino y una sensibilidad tan grande para las bellezas del arte musical, seáis tan ciego para las bellezas de la moral y tan insensible a los encantos de la virtud? 
ÉL—Tal vez se necesite para estas últimas un sentido que yo no poseo; una fibra que no me ha sido concedida, una fibra laxa que no vibra por más que se la pellizque; o quizá se deba a que siempre viví en compañía de buenos músicos y de mala gente; y por ello mi oído se volvió muy fino y mi corazón se volvió sordo. Y además, hay algo racial. La sangre de mi padre y la sangre de mi tío son la misma sangre. Mi sangre es la misma que la de mi padre. La molécula paterna era dura y obtusa y esta maldita molécula primigenia predominó. 
Yo.—¿Queréis a vuestro hijo? 
ÉL—¿Que si quiero a ese pequeño salvaje? ¡Estoy loco por él! 
Yo.—¿Y no váis a intentar seriamente detener en él los efectos de la maldita molécula paterna?
El vencedor de Renaud (si alguien puede serlo), el Obedezcamos sin titubear de las lndes Galantes.
ÉL—Sería inútil trabajar en ello. Si su destino es convertirse en un hombre de bien, no le perjudicaré. Pero si la molécula se empeña en que sea un inútil, como su padre, las molestias que yo me tome para convertirle en un hombre de bien serían muy perjudiciales; al chocar la edu-cación con la inclinación de la molécula, se sentiría atraído por dos fuerzas contrarias, y andaría de través en el cami-no de la vida, como les pasa a muchos, tan torpes en el bien como en el mal; esos son a los que denominamos especies, el más temible de los epítetos, porque indica mediocridad y es el último grado del desprecio. Un gran granuja es un gran granuja, pero no es una especie. 
Antes de que la molécula paterna se impusiera y le condujese a la perfecta abyección en que yo estoy, necesitaría un tiempo infinito; perdería los mejores años de su vida. Por ahora no hago nada. Le dejo hacer, le observo. Ya es goloso, marrullero, ladrón, perezoso, mentiroso. Me temo que de casta le viene al galgo. 

Yo.—¿Y lo convertiréis en músico para que el parecido sea total? 
ÉL—¡Músico! ¡Músico!... Algunas veces le miro rechinando los dientes y digo: «Si hubieras de saber un día lo que es una nota, creo que te retorcería el pescuezo.» 
Yo.—¿Y por qué, decidme? 
ÉL—Porque no conduce a nada. 
YO.—Conduce a todo. 
ÉL—Sí, siempre que se destaque; pero, ¿quién puede afirmar que su hijo destacará? Apuesto uno contra diez mil a que no sería más que un rascador de cuerdas como yo. ¿No sabéis que sería más sencillo encontrar un niño capaz de gobernar un reino, de convertirse en un gran rey, que de ser un gran violinista? 
Yo.—Me parece que los talentos agradables, incluso mediocres, impulsan rápidamente a los hombres en el camino de la fortuna, sobre todo si tales hombres pertenecen a pueblos sin costumbres, entregados al libertinaje y al lujo....


































ole

No hay comentarios:

Publicar un comentario