martes, 17 de abril de 2012

"¿Cómo han sido posibles tantas mentiras?". La ausencia de disidencia intelectual en Catatònia Triomfant


"Una de las razones fundamentales de la ficción en que se desarrolla la actividad política y cultural catalana ha sido, sin duda, la actitud de los intelectuales. En Cataluña, a diferencia de lo que ha sucedido en el País Vasco (donde las circunstancias han sido dramáticas), la mayoría de los intelectuales ha legitimado y apuntalado el nacionalismo. Hablo en general, como resulta evidente, y con las excepciones que cada uno de ustedes tiene en la cabeza. 

El asunto es formidable y complejo y confieso que me tienta estudiarlo a lo largo y a lo hondo. En cualquier caso, la investigación debería partir de una pregunta fundamental: ¿cómo han sido posibles tantas mentiras?

Ya digo que el asunto es complejo y merece atención. Pero no me resisto a enunciarlo y dejarlo ahí, sin ofrecer al menos una prueba empírica. Categórica más que anecdótica. Que demuestra que el asunto viene de lejos y tiene un ilustre pedigrí. Hace semanas di con un artículo de Carlos Barral. 


 Todo el mundo recordará quién fue Carlos Barral. El editor emblemático de la Cataluña franquista, poeta y escritor en lengua castellana, y senador elegido en las listas del partido socialista. Miembro destacado, claro está, de una generación inolvidable: Gil de Biedma, Ferrater, los Goytisolo. Un hombre respetable y no carente de atractivo.


El artículo, lleva firma del 15 de julio de 1981, se adhiere a la retórica de una carta al director y se publicó seis meses después de que Federico Jiménez Losantos, Carlos Sahagún, J.L Reinoso y Santiago Trancón, ese grupo de "intelectuales y metalúrgicos" como con el habitual e inimitable gracejo de la Bonanova lo llama Barral, que el 25 de enero de 1981 dieron a conocer el llamado Manifiesto de los 2.300. 

Ni que decir tiene que ese manifiesto le parecía a Barral irritante y despreciable:

"Es evidente que el catalán es la lengua natural de Cataluña por causa de su implantación milenaria y de su uso continuado y general por parte de los habitantes del mismo territorio a lo largo de siglos, once por lo menos, de los que solamente los cinco últimos comportan un régimen de coexistencia con la lengua castellana, hablada por sucesivas castas detentadoras del poder económico o político e intermitentemente por olas de funcionarios de nación extraña, en situación de tránsito." 

No es el momento de confrontar su opinión con la de los redactores de aquel texto ni de reproducir las condiciones sociales y políticas en que se generó aquel debate, en cualquier caso trascendental y pionero. Sólo me ocuparé de las mentiras. De las mentiras que a mí me afectan. De las que en cierta forma son mis mentiras.


Bastaría con ir repitiendo suavemente, mera glosa, algunas expresiones: lengua natural, once por lo menos (sobre todo el por lo menos), nación extraña. Pero la peor mentira afectaba, claro está, a los hablantes del castellano, reducidos por Barral a "castas detentadoras del poder económico"así como "olas de funcionarios de nación extraña".  


El poeta no había visto los cerca de tres millones de inmigrantes, (no lo niego: algún funcionario habría y algún detentador también) que se habían instalado en Cataluña durante el franquismo. 





No los veía, primero, porque estaba incapacitado, por razones muy diversas para verlos, y porque, desde luego, su punto de vista le prohibía verlos. Introducir esas personas significaba violentar conceptos como lengua natural y nación extraña. Significaba meditar, de un modo inevitablemente complicado e incierto, sobre la extraña situación de unas gentes que eran en todo más pobres que aquellos que los acogían, pero cuya lengua era más poderosa. Y significaba, sobre todo, pensar en que la aportación de esas gentes a la construcción física, material de Cataluña había implicado, obligatoriamente, la construcción de un entramado sentimental, de un vaivén de afectos entre Cataluña y el resto de España mucho más sólido de lo que había sido hasta entonces. En ese entramado estaba, desde luego, la lengua.


La lengua española. No era el fruto de la violencia o de la explotación: sólo del trabajo.

Pero Barral seguía. Así:

"Negar la prioridad del catalán en Cataluña es majadería equivalente a negar a la comunidad catalana el título de nación por temor a los excesos de la reivindicación política. Si no es nación una comunidad políticamente independiente y culturalmente singular desde el siglo VIII, con pasado expansionista y colonial, lengua propia afianzada en una literatura de resonancia universal, derecho privado diferente y voluntad ininterrumpida de sobrevivir como nación, que nos cuenten qué entendían por tal los reinventores de ese concepto en el romanticismo revolucionario y republicano."

Les ahorro todas las mentiras que se desvelarían otra vez con el eco. El poeta acaba su excurso mítico con la alusión al concepto republicano de la nación. Pero le falta algo, naturalmente. En realidad le falta todo lo que no es meramente romántico. Le falta la alusión a ese conocido pacto ciudadano, renovable cada día, que según el mejor Renan es el fundamento de la nación. Si llegó a percibirlo, es evidente que no le convenía registrarlo. Otra vez el mito se estrellaba aquí con los hechos. En 1981. Y también veinticinco años (de adoctrinamiento) después.

Una encuesta de hace pocos meses, publicada por La Vanguardia, revelaba que sólo un 28 por ciento de catalanes cree que Catalunya es una nación. "Si no es nación una comunidad al 28 por ciento..." podría haber abierto su párrafo el simpático capitán Tan de nuestra juventud poética.

En los últimos párrafos del artículo Barral se defendía de una acusación de los firmantes. Le habían llamado "demócrata a la catalana." Le parecía chiste poco gracioso. Después de decir que siempre había sido un antifascista y un antifranquista, continuaba:
Cita:

"Mi catalanidad, incluso étnica, está acreditada por la onomástica y los siglos."

Fin de la cita. Étnica. Onomástica. Siglos. 

El recurso al fondo del tiempo no era casual. Ni mucho menos. Barral, y tantos de los suyos (la verdad es que he conocido a muchos, siempre en cumplimiento de los estrictos deberes profesionales) necesitaban saltarse a los padres. Incluso a los abuelos. Suponían una molesta mala conciencia. Su mitológica profesión de fe catalanista no ha sido más que un intento de hacerse perdonar a los parientes más próximos. Una forma de irresponsabilización privada. En el otro extremo, aquellos versos aparentemente tan hermosos de Juaristi 

¿Te preguntas, viajero, 
por qué hemos muerto jóvenes, 
y por qué hemos matado tan estúpidamente?
Nuestros padres mintieron: 
eso es todo.

Hermosos versos, pero igualmente liberadores de la responsabilidad individual. "Nuestros padres mintieron", podrían proferir nuestros burgueses catalanistas. De hecho, y en Barral salta a la vista, los padres habían sido los responsables de la pérdida de la lengua milenaria, que es lo mismo que la identidad. Los padres habían sido los responsables de una lengua poética que llevaba el estigma de la opresión. 

Es probable que alguno se creyera toda esa autopatraña hasta el fondo. Pero en otros era un mera estrategia de cálculo. En 1981 los padres iban de baja. Habían cumplido su deber dándoles colegios, viajes, idiomas, la primera peseta y un piso de alquiler. Todo eso conseguido gracias a la suma de traiciones. De la nación. De la onomástica. Y de los siglos. Los padres iban de baja y ya no iban a reclamar. Lo indicado era prepararse para el futuro, disponiendo de un buen pasado étnico y de una exquisita autopunición lingüística.

El artículo de Barral no es una anécdota. Leímos muchos como ese. Los creímos. No diré que nos mintieron, quejumbroso y llorica. Nos mintieron, desde luego. Pero lo relevante, al menos para mí, es que los creímos. El porqué los creímos. El porqué cedimos a su doble autoridad literaria y burguesa. Es relevante, pero es otro tema. Mucho más privado. 

Lo interesante, ahora, es subrayar la traición de los intelectuales catalanes representada en este artículo de Barral. No se trata, desde luego, de una traición a los débiles. Nada que presuponga el paternalista, cuando no dogmático, cuando no letal abrazo con las masas del intelectual definitivamente periclitado. 

El único compromiso, y por lo tanto la única traición posible del intelectual es la realidad. Es bien cierto que, dado este peligro ontológico, y dada la alternativa de demolerse ellos o demoler lo real, muchos de los intelectuales del siglo optaron y optan por la demolición de lo real y la imposibilidad, consecuente, de conocimiento, y por lo tanto, de cualquier fundamento ético. Pero entre los nuestros eso sólo se produciría después: es decir cuando el armazón sustitutorio de las mentiras se dio por bien consolidado. Sólo entonces se permitirían ser un poco chics.

Durante todos estos años la disidencia intelectual en Cataluña ha sido prácticamente nula. O chic. O riallera. Su actitud ha contribuido notablemente al bloqueo político, cultural y moral de Cataluña. Y ha perjudicado notablemente a iniciativas como la de la Asociación por la Tolerancia, que ha visto limitado su prestigio a causa de la actitud beligerante, o en el mejor de los casos, pasiva, de la mayoría de intelectuales catalanes.

Los intelectuales son algo así como los tedax, los artificieros de las ideas. Se entiende por fascismo una situación dada donde los intelectuales en vez de desactivar las ideas las hacen explotar. El último ejemplo en Europa fue el balcánico. Y se entiende que una democracia pierde su calidad cuando los intelectuales observan la exhibición de determinadas ideas sin ponerse rápidamente manos a la obra. Sea la idea el nacionalismo dominante o sea la correlativa acusación de anticatalanes que se han vertido y se vierten contra la Tolerancia y amigos.

Especialmente importante ha sido también la actitud del intelectual catalán realmente existente para consolidar el cinturón higiénico, la zona de seguridad que el establishment mediático ha mantenido en torno a las actividades de la Asociación y en torno a sus ideas. El intelectual de nuestro tiempo es básicamente un intelectual periodístico y su papel, y su fortaleza moral, son claves en el funcionamiento de la lógica informativa.

Los intelectuales catalanes no han ejercido su rol social con dignidad ni siquiera cuando los derechos más elementales se han visto acosados. Lamento tener que decir que también en esto la tradición, ¡los siglos, la onomástica!, les ampara. Al fin y al cabo ésta era la alusión, cargada de desprecio, que el poeta Barral dirigía a uno de los firmantes del manifiesto, vilmente tiroteado en la pierna por unos terroristas: "Para terminar, diré, que, con ocasión del atentado terrorista en el que resultó levemente herido Jiménez Losantos, declaré en Diario 16 mi solidaridad con el agredido por el hecho de haberlo sido, pero salvando mi discrepancia, con lo que me considero cumplido en el futuro, si hubiera lugar, que es de desear que no, para nuevas obligaciones de cortesía."

Qué ha de extrañar, pues, que esta pedagogía inspire a todos aquellos que no han movido un dedo cada vez que el profesor Francisco Caja ha sido agredido –y lo ha sido más de una vez, la última hace pocos días— o que se encogieron de hombros cuando Fernando Savater, ¡para hablar de Giordano Bruno en la Universidad de Barcelona, hubo de pagar un indigno peaje de golpes y de insultos. O cuando Juaristi. O cuando Gotzone Mora. Hay donde elegir.

Uno de esos émulos del desprecio, barbado talibán que opera en la prensa periódica con algunas eficaces coartadas morales, describió un día con rara precisión cuál era el problema real de estas agresiones. Lo hizo, naturalmente, en paradójico, sin vislumbrar siquiera lo que en realidad estaba diciendo. Lo que dijo es que había que desdramatizar estas agresiones universitarias, porque, a ver, cuándo uno de nosotros no había interrumpido, de alumno, la clase o los planes de un profesor facha. O bien, ya de profesores, quién de nosotros, dijo, no había sufrido parecido estrago por parte de algún estudiante radical.

Lo que estaba revelando a partir del negativo de esa selección de ejemplos era que hay un tipo de agresiones, las que él evocaba, que se hacían, hablando sumariamente, en contra del poder. Y que había otras, como la del profesor Caja y similares, donde la acción de los agresores encontraba la plena disponibilidad moral del poder: que no las condenaba y que, en algunos casos, no hacía nada por impedirlas.

Sí hay un momento de decadencia y riesgo en la vida de las democracias: es cuando los decretos del poder se musculan con la energía revitalizadora de los escuadrones. Sin advertirlo, es lo que el barbado talibán estaba escribiendo.

Hay un último efecto que quiero anotar sobre la actitud de los intelectuales. Al ocuparse de unas cosas y no de otras, al ignorar unas personas y unos movimientos, al trazar la línea de juego de la reflexión ideológica y política han acabado por diseñar férreamente los límites de lo posible. Me explicaré con un ejemplo de actualidad, basado en las cifras que ya di antes. Aquí donde vivo, en esta jurisdicción intelectual, es perfectamente posible que mientras un 28% de la población declara que Cataluña es un nación el 100 por cien de sus representantes políticos crean, defiendan y establezcan lo contrario. Eso es perfectamente posible. No hay un sólo artículo en los periódicos que señale la imposibilidad.

Por el contrario si en un momento y lugar aparece un grupo de ciudadanos cansados, fatigados de la ficción colectiva como del sol sobre los ojos, que modestamente, humildemente casi, se plantean y plantean a la sociedad catalana la necesidad de que una nueva fuerza política trate de representar a ese 72 por ciento de catalanes que piensan, simple, constitucionalmente, que Cataluña es una comunidad española...
Eso, ay, entra automáticamente en el terreno de lo no posible, de lo computable, de lo no disponible.

Creo que esa fijación de lo posible, del guión de la época, por parte de nuestros intelectuales ha contribuido a aislar a la disidencia catalana, a organizaciones como la Asociación por la Tolerancia. Y ha impedido que en su actividad cívica y política se haya planteado de manera pertinente y eficaz el problema del poder y la representatividad política. En ningún otro lugar de España hay un déficit de representatividad política como el catalán. Desde luego, no en el País Vasco, donde el terrible fracaso de la violencia no ha impedido que los partidos tradicionales hayan incorporado, aunque en medida variable y desigual, y sujeta, por desgracia, a las cambiantes y dramáticas condiciones de la vida allí, hayan incorporado, digo, a los ciudadanos no nacionalistas.

No hay orfandad política como la catalana.

Arcadi Espada

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