"Una de
las razones fundamentales de la ficción en que se desarrolla la
actividad política y cultural catalana ha sido, sin duda, la actitud de
los intelectuales. En Cataluña, a diferencia de lo que ha sucedido en el
País Vasco (donde las circunstancias han sido dramáticas), la mayoría
de los intelectuales ha legitimado y apuntalado el nacionalismo. Hablo
en general, como resulta evidente, y con las excepciones que cada uno de
ustedes tiene en la cabeza.
El asunto es formidable y complejo y confieso que me tienta estudiarlo a lo largo y a lo hondo. En cualquier caso, la investigación debería partir de una pregunta fundamental: ¿cómo han sido posibles tantas mentiras?
El asunto es formidable y complejo y confieso que me tienta estudiarlo a lo largo y a lo hondo. En cualquier caso, la investigación debería partir de una pregunta fundamental: ¿cómo han sido posibles tantas mentiras?
Ya digo que el asunto es complejo y merece atención. Pero no me resisto a enunciarlo y dejarlo ahí, sin ofrecer al menos una prueba empírica. Categórica más que anecdótica. Que demuestra que el asunto viene de lejos y tiene un ilustre pedigrí. Hace semanas di con un artículo de Carlos Barral.
Todo el mundo recordará quién fue Carlos Barral. El editor emblemático de la Cataluña franquista, poeta y escritor en lengua castellana, y senador elegido en las listas del partido socialista. Miembro destacado, claro está, de una generación inolvidable: Gil de Biedma, Ferrater, los Goytisolo. Un hombre respetable y no carente de atractivo.
El artículo, lleva
firma del 15 de julio de 1981, se adhiere a la retórica de una carta
al director y se publicó seis meses después de que Federico
Jiménez Losantos, Carlos Sahagún, J.L Reinoso y Santiago Trancón, ese
grupo de "intelectuales y metalúrgicos" como con el habitual e
inimitable gracejo de la Bonanova lo llama Barral, que el 25 de enero de
1981 dieron a conocer el llamado Manifiesto de los 2.300.
Ni que decir tiene que ese manifiesto le parecía a Barral irritante y despreciable:
No es el momento de confrontar su opinión con la de los redactores de aquel texto ni de reproducir las condiciones sociales y políticas en que se generó aquel debate, en cualquier caso trascendental y pionero. Sólo me ocuparé de las mentiras. De las mentiras que a mí me afectan. De las que en cierta forma son mis mentiras.
Ni que decir tiene que ese manifiesto le parecía a Barral irritante y despreciable:
"Es evidente que el catalán es la lengua natural de Cataluña por causa de su implantación milenaria y de su uso continuado y general por parte de los habitantes del mismo territorio a lo largo de siglos, once por lo menos, de los que solamente los cinco últimos comportan un régimen de coexistencia con la lengua castellana, hablada por sucesivas castas detentadoras del poder económico o político e intermitentemente por olas de funcionarios de nación extraña, en situación de tránsito."
No es el momento de confrontar su opinión con la de los redactores de aquel texto ni de reproducir las condiciones sociales y políticas en que se generó aquel debate, en cualquier caso trascendental y pionero. Sólo me ocuparé de las mentiras. De las mentiras que a mí me afectan. De las que en cierta forma son mis mentiras.
Bastaría con ir
repitiendo suavemente, mera glosa, algunas expresiones: lengua natural,
once por lo menos (sobre todo el por lo menos), nación extraña. Pero la
peor mentira afectaba, claro está, a los hablantes del castellano,
reducidos por Barral a "castas detentadoras del poder económico"así
como "olas de funcionarios de nación extraña".
El poeta no había visto
los cerca de tres millones de inmigrantes, (no lo niego: algún
funcionario habría y algún detentador también) que se habían instalado
en Cataluña durante el franquismo.
No los veía, primero, porque estaba incapacitado, por razones muy diversas para verlos, y porque, desde luego, su punto de vista le prohibía verlos. Introducir esas personas significaba violentar conceptos como lengua natural y nación extraña. Significaba meditar, de un modo inevitablemente complicado e incierto, sobre la extraña situación de unas gentes que eran en todo más pobres que aquellos que los acogían, pero cuya lengua era más poderosa. Y significaba, sobre todo, pensar en que la aportación de esas gentes a la construcción física, material de Cataluña había implicado, obligatoriamente, la construcción de un entramado sentimental, de un vaivén de afectos entre Cataluña y el resto de España mucho más sólido de lo que había sido hasta entonces. En ese entramado estaba, desde luego, la lengua.
La lengua española. No era el fruto de la violencia o de la explotación: sólo del trabajo.
Pero
Barral seguía. Así:
"Negar la prioridad del catalán en Cataluña es
majadería equivalente a negar a la comunidad catalana el título de
nación por temor a los excesos de la reivindicación política. Si no es
nación una comunidad políticamente independiente y culturalmente
singular desde el siglo VIII, con pasado expansionista y colonial,
lengua propia afianzada en una literatura de resonancia universal,
derecho privado diferente y voluntad ininterrumpida de sobrevivir como
nación, que nos cuenten qué entendían por tal los reinventores de ese
concepto en el romanticismo revolucionario y republicano."
Les ahorro todas las
mentiras que se desvelarían otra vez con el eco. El poeta acaba su
excurso mítico con la alusión al concepto republicano de la nación. Pero
le falta algo, naturalmente. En realidad le falta todo lo que no es
meramente romántico. Le falta la alusión a ese conocido pacto ciudadano,
renovable cada día, que según el mejor Renan es el fundamento de la
nación. Si llegó a percibirlo, es evidente que no le convenía
registrarlo. Otra vez el mito se estrellaba aquí con los hechos. En
1981. Y también veinticinco años (de adoctrinamiento) después.
Una encuesta de hace
pocos meses, publicada por La Vanguardia, revelaba que sólo un 28 por
ciento de catalanes cree que Catalunya es una nación. "Si no es nación
una comunidad al 28 por ciento..." podría haber abierto su párrafo el
simpático capitán Tan de nuestra juventud poética.
En los últimos párrafos del artículo Barral se defendía de una acusación de los firmantes. Le habían llamado "demócrata a la catalana." Le parecía chiste poco gracioso. Después de decir que siempre había sido un antifascista y un antifranquista, continuaba:
Cita:
"Mi catalanidad, incluso étnica, está acreditada por la onomástica y los siglos."
Fin de la cita. Étnica. Onomástica. Siglos.
El recurso al fondo del tiempo no
era casual. Ni mucho menos. Barral, y tantos de los suyos (la verdad es
que he conocido a muchos, siempre en cumplimiento de los estrictos
deberes profesionales) necesitaban saltarse a los padres. Incluso a los
abuelos. Suponían una molesta mala conciencia. Su mitológica profesión
de fe catalanista no ha sido más que un intento de hacerse perdonar a
los parientes más próximos. Una forma de irresponsabilización privada.
En el otro extremo, aquellos versos aparentemente tan hermosos de
Juaristi
por qué hemos muerto jóvenes,
y por qué hemos matado tan estúpidamente?
Nuestros padres mintieron:
eso es todo.
Hermosos versos, pero
igualmente liberadores de la responsabilidad individual. "Nuestros
padres mintieron", podrían proferir nuestros burgueses catalanistas. De
hecho, y en Barral salta a la vista, los padres habían sido los
responsables de la pérdida de la lengua milenaria, que es lo mismo que
la identidad. Los padres habían sido los responsables de una lengua
poética que llevaba el estigma de la opresión.
Es probable que alguno se
creyera toda esa autopatraña hasta el fondo. Pero en otros era un mera
estrategia de cálculo. En 1981 los padres iban de baja. Habían cumplido
su deber dándoles colegios, viajes, idiomas, la primera peseta y un piso
de alquiler. Todo eso conseguido gracias a la suma de traiciones. De la
nación. De la onomástica. Y de los siglos. Los padres iban de baja y ya
no iban a reclamar. Lo indicado era prepararse para el futuro,
disponiendo de un buen pasado étnico y de una exquisita autopunición
lingüística.
El artículo de Barral
no es una anécdota. Leímos muchos como ese. Los creímos. No diré que
nos mintieron, quejumbroso y llorica. Nos mintieron, desde luego. Pero
lo relevante, al menos para mí, es que los creímos. El porqué los
creímos. El porqué cedimos a su doble autoridad literaria y burguesa. Es
relevante, pero es otro tema. Mucho más privado.
Lo
interesante, ahora, es subrayar la traición de los intelectuales
catalanes representada en este artículo de Barral. No se trata, desde
luego, de una traición a los débiles. Nada que presuponga el
paternalista, cuando no dogmático, cuando no letal abrazo con las masas
del intelectual definitivamente periclitado.
El único compromiso, y por
lo tanto la única traición posible del intelectual es la realidad. Es
bien cierto que, dado este peligro ontológico, y dada la alternativa de
demolerse ellos o demoler lo real, muchos de los intelectuales del siglo
optaron y optan por la demolición de lo real y la imposibilidad,
consecuente, de conocimiento, y por lo tanto, de cualquier fundamento
ético. Pero entre los nuestros eso sólo se produciría después: es decir
cuando el armazón sustitutorio de las mentiras se dio por bien
consolidado. Sólo entonces se permitirían ser un poco chics.
Durante todos estos
años la
disidencia intelectual en Cataluña ha sido prácticamente nula. O chic. O
riallera. Su actitud ha contribuido notablemente al bloqueo político,
cultural y moral de Cataluña. Y ha perjudicado notablemente a
iniciativas como la de la Asociación por la Tolerancia, que ha visto
limitado su prestigio a causa de la actitud beligerante, o en el mejor
de los casos, pasiva, de la mayoría de intelectuales catalanes.
Los intelectuales son
algo así como los tedax, los artificieros de las ideas. Se entiende por
fascismo una situación dada donde los intelectuales en vez de
desactivar las ideas las hacen explotar. El último ejemplo en Europa fue
el balcánico. Y se entiende que una democracia pierde su calidad cuando
los intelectuales observan la exhibición de determinadas ideas sin
ponerse rápidamente manos a la obra. Sea la idea el nacionalismo
dominante o sea la correlativa acusación de anticatalanes que se han
vertido y se vierten contra la Tolerancia y amigos.
Especialmente importante ha sido
también la actitud del intelectual catalán realmente existente para
consolidar el cinturón higiénico, la zona de seguridad que el
establishment mediático ha mantenido en torno a las actividades de la
Asociación y en torno a sus ideas. El intelectual de nuestro tiempo es
básicamente un intelectual periodístico y su papel, y su fortaleza
moral, son claves en el funcionamiento de la lógica informativa.
Los intelectuales
catalanes no han ejercido su rol social con dignidad ni siquiera cuando
los derechos más elementales se han visto acosados. Lamento tener que
decir que también en esto la tradición, ¡los siglos, la onomástica!, les
ampara. Al fin y al cabo ésta era la alusión, cargada de desprecio, que
el poeta Barral dirigía a uno de los firmantes del manifiesto, vilmente
tiroteado en la pierna por unos terroristas: "Para terminar, diré, que,
con ocasión del atentado terrorista en el que resultó levemente herido
Jiménez Losantos, declaré en Diario 16 mi solidaridad con el agredido
por el hecho de haberlo sido, pero salvando mi discrepancia, con lo que
me considero cumplido en el futuro, si hubiera lugar, que es de desear
que no, para nuevas obligaciones de cortesía."
Qué ha de extrañar,
pues, que esta pedagogía inspire a todos aquellos que no han movido un
dedo cada vez que el profesor Francisco Caja ha sido agredido –y lo ha
sido más de una vez, la última hace pocos días— o que se encogieron de
hombros cuando Fernando Savater, ¡para hablar de Giordano Bruno en la
Universidad de Barcelona, hubo de pagar un indigno peaje de golpes y de
insultos. O cuando Juaristi. O cuando Gotzone Mora. Hay donde elegir.
Uno de esos émulos
del desprecio, barbado talibán que opera en la prensa periódica con
algunas eficaces coartadas morales, describió un día con rara precisión
cuál era el problema real de estas agresiones. Lo hizo, naturalmente, en
paradójico, sin vislumbrar siquiera lo que en realidad estaba diciendo.
Lo que dijo es que había que desdramatizar estas agresiones
universitarias, porque, a ver, cuándo uno de nosotros no había
interrumpido, de alumno, la clase o los planes de un profesor facha. O
bien, ya de profesores, quién de nosotros, dijo, no había sufrido
parecido estrago por parte de algún estudiante radical.
Lo que estaba
revelando a partir del negativo de esa selección de ejemplos era que hay
un tipo de agresiones, las que él evocaba, que se hacían, hablando
sumariamente, en contra del poder. Y que había otras, como la del
profesor Caja y similares, donde la acción de los agresores encontraba
la plena disponibilidad moral del poder: que no las condenaba y que, en
algunos casos, no hacía nada por impedirlas.
Sí hay un momento de
decadencia y riesgo en la vida de las democracias: es cuando los
decretos del poder se musculan con la energía revitalizadora de los
escuadrones. Sin advertirlo, es lo que el barbado talibán estaba
escribiendo.
Hay
un último efecto que quiero anotar sobre la actitud de los
intelectuales. Al ocuparse de unas cosas y no de otras, al ignorar unas
personas y unos movimientos, al trazar la línea de juego de la reflexión
ideológica y política han acabado por diseñar férreamente los límites
de lo posible. Me explicaré con un ejemplo de actualidad, basado en las
cifras que ya di antes. Aquí donde vivo, en esta jurisdicción
intelectual, es perfectamente posible que mientras un 28% de la
población declara que Cataluña es un nación el 100 por cien de sus
representantes políticos crean, defiendan y establezcan lo contrario.
Eso es perfectamente posible. No hay un sólo artículo en los periódicos
que señale la imposibilidad.
Por el contrario si
en un momento y lugar aparece un grupo de ciudadanos cansados, fatigados
de la ficción colectiva como del sol sobre los ojos, que modestamente,
humildemente casi, se plantean y plantean a la sociedad catalana la
necesidad de que una nueva fuerza política trate de representar a ese 72
por ciento de catalanes que piensan, simple, constitucionalmente, que
Cataluña es una comunidad española...
Eso, ay, entra automáticamente en el terreno de lo no posible, de lo computable, de lo no disponible.
Creo que esa fijación
de lo posible, del guión de la época, por parte de nuestros
intelectuales ha contribuido a aislar a la disidencia catalana, a
organizaciones como la Asociación por la Tolerancia. Y ha impedido que
en su actividad cívica y política se haya planteado de manera pertinente
y eficaz el problema del poder y la representatividad política. En
ningún otro lugar de España hay un déficit de representatividad política
como el catalán. Desde luego, no en el País Vasco, donde el terrible
fracaso de la violencia no ha impedido que los partidos tradicionales
hayan incorporado, aunque en medida variable y desigual, y sujeta, por
desgracia, a las cambiantes y dramáticas condiciones de la vida allí,
hayan incorporado, digo, a los ciudadanos no nacionalistas.
No hay orfandad política como la catalana.
Arcadi Espada
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