La relación entre las dos comunidades infantiles era a menudo a pedradas. Las batallas entre castellanos y catalanes daban curso y salida al miedo al otro, que a la vez era recelo y competencia por el espacio y el poder. Unos y otros se observaban, se estudiaban, se odiaban y a la vez se admiraban. Ese es el caldo ideal para montar estereotipos: ”todos los castellanos votan a Felipe González, cobran el paro en Andalucía y viven aquí como si estuvieran de vacaciones”, pero a la vez “trabajan más horas que el reloj: lo hacen para no tener que estar en su casa”, “venga quejarse de Cataluña, pero todos vienen porque saben que no les faltará un plato en la mesa”, “los castellanos a la mínima cogen la baja: se pasan todo el día en el ambulatorio”.
La existencia de los castellanos dio un nuevo espacio social a los “catalanes de toda la vida”: ya no eran los últimos de la cola. Los herederos de aquella izquierda revolucionaria y comecuras de antes de la guerra hoy votaban nacionalista, aunque fuera el partido del amo. Y llevaban a los hijos a la escuela religiosa. Las familias catalanas evitaban la escuela nacional, para no mezclar a sus hijos con los castellanos: “allá, Dios sabe con qué gente se encontrarían”.
Había un reparto tácito de espacios, tiempos, actividades y establecimientos, sin ninguna razón aparente. Por ejemplo, “en verano los niños catalanes íbamos a la piscina por la mañana: los castellanos, por la tarde”. Los niños catalanes solían tener clase de repaso, y observaban con envidia cómo los castellanos saltaban desde el trampolín más alto y hacían monerías, ágiles y morenos, llevándose toda la admiración de las chavalas...
Y el Barça. La pasión que levantaba “a menudo se canalizaba contra los castellanos. Cuando el Barça ganaba... provistos de senyeres y banderas azulgranas, pasábamos por las calles del Vietnam, tocando el claxon sin parar, gritando 'Barça, Barça. Barça'. Ellos salían al balcón en pijama y nos mandaban a la mierda. Dábamos por descontado que por el hecho de ser castellanos eran antibarcelonistas, y probablemente madridistas”.
Los niños de los sesenta lo vivimos así, y así está grabado en nuestra retina, la más tierna e indeleble. Memoria errónea, sin duda. Políticamente incorrecta, también. Pero ahí está, bajo todas las capas de la conspiración de silencio que hemos montado en torno al tema tabú de la Cataluña actual.
Jesús Royo Arpón
La existencia de los castellanos dio un nuevo espacio social a los “catalanes de toda la vida”: ya no eran los últimos de la cola. Los herederos de aquella izquierda revolucionaria y comecuras de antes de la guerra hoy votaban nacionalista, aunque fuera el partido del amo. Y llevaban a los hijos a la escuela religiosa. Las familias catalanas evitaban la escuela nacional, para no mezclar a sus hijos con los castellanos: “allá, Dios sabe con qué gente se encontrarían”.
Había un reparto tácito de espacios, tiempos, actividades y establecimientos, sin ninguna razón aparente. Por ejemplo, “en verano los niños catalanes íbamos a la piscina por la mañana: los castellanos, por la tarde”. Los niños catalanes solían tener clase de repaso, y observaban con envidia cómo los castellanos saltaban desde el trampolín más alto y hacían monerías, ágiles y morenos, llevándose toda la admiración de las chavalas...
Y el Barça. La pasión que levantaba “a menudo se canalizaba contra los castellanos. Cuando el Barça ganaba... provistos de senyeres y banderas azulgranas, pasábamos por las calles del Vietnam, tocando el claxon sin parar, gritando 'Barça, Barça. Barça'. Ellos salían al balcón en pijama y nos mandaban a la mierda. Dábamos por descontado que por el hecho de ser castellanos eran antibarcelonistas, y probablemente madridistas”.
Los niños de los sesenta lo vivimos así, y así está grabado en nuestra retina, la más tierna e indeleble. Memoria errónea, sin duda. Políticamente incorrecta, también. Pero ahí está, bajo todas las capas de la conspiración de silencio que hemos montado en torno al tema tabú de la Cataluña actual.
Jesús Royo Arpón
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