viernes, 15 de junio de 2012

Las peñas flamencas del extrarradio y la Feria de abril de Catatònia descritas por un periodista en los años 90. El libro de estilo de Catatònia Triomfant.

Quería hacer esta entrada ya hace tiempo pero no aparecía el momento adecuado hasta que, hace unos días, JL, un compañero de cante flamenco en las clases de Carmen Corpas, se pasó por mi casa para hablar de la situación actual de las peñas flamencas en Barcelona. Varios compañeros quieren hacer algo con una peña del extrarradio en franca decadencia tras cuarenta años de actividad. Quieren invertir esa tendencia y, cosa que me parece digna de elogio, empiezan por querer tener una visión lo más amplia posible del "problema".
A mí me vino a la cabeza este capítulo de un libro de ensayo periodístico que leí a finales de los años 90 que trataba críticamente la situación de la cultura que producía la inmigración en Cataluña y que podía situar de forma bastante justa la cuestión. En él, Arcadi Espada recordaba la difícil peripecia que era oír cante flamenco en Barcelona:




"La primera sería una noche de hace veinte años. Alguien me llevaría después del cante, en un coche donde iba otra gente, mucha gente, con seguridad. El coche atravesaría las periferias de un modo práctico y casi fantasmal, por caminos sólo sugeridos, y el chófer quizá parase un par de veces para meditar y seguir luego con sensatez y conocimiento del terreno. El coche sólo llevaba hombres. A ratos alguien mandaba abrir un dedo la ventana para echar la colilla y respirar un aire casi cálido, prematuro para la estación. De pronto empezó a llover sin que otro signo aparte del viento lo hubiera anunciado, a llover fuerte y mucho más fuerte luego, en seguida, y casi recuerdo del conductor un suspiro mezclado con barro, varias palabras también con barro y la evidencia de que habíamos llegado a nuestro destino, al principio de lo que parecía ser una larga avenida bordeada por hileras de luces y una sucesión desordenada de casetas de feria. 

No sé por qué, siempre era inútil en esas noches hacer preguntas, el coche quedó algo lejos del lugar adonde finalmente íbamos y hubo que andar más de cien metros a través de la lluvia, siguiendo los pasos y el ejemplo del guía accidental. Nos había prestado su paraguas y en el umbral iluminado de la caseta, ya a cubierto, creo ver su calva lustrosa, refregada, y escucho su invitación a que pasáramos, bebiéramos y comiéramos incluso algo caliente, que podía hacerse. El lugar no tenía más que una barra de un par de metros, una pequeña plataforma donde ya trasteaba un guitarrista y una docena de mesas con sus sillas. La lluvia se oía muy fuerte en el techo, de un material que facilitaba el eco, y la luz, suficiente, de cuando en cuando flojeaba. Muy pronto se llenaron las mesas de fritos y embutidos y de vino fino y tinto.

Noches como éstas nunca fueron fáciles. Sucedía que alguien llamaba entre semana y decía que el sábado en Cornellá o en Hospitalet o en Badalona había algo que debía verse. El viaje ocasionaba grandes molestias si uno optaba por el transporte público o grandes sumas si se iba en taxi. Nadie tenía coche entonces. Un maldito mandato progre había impedido a toda una generación hacerse con el coche en la edad del celo y luego nunca era el momento. Ese mandato lo empezaron a romper las mujeres, con su notable sentido común, pero las mujeres no participaban de esas noches. Era un mundo de hombres y los hombres de la ciudad central llegábamos, pues, a las periferias como podíamos, ya digo que con grandes trabajos. 


Una vez allí todo iba muy lento y costaba tanto como el viaje. Lo que debía verse estaba anunciado para las diez, pero en la peña, a esa hora, aún barrían. El cante o el baile de verdad no empezaban casi nunca antes de la medianoche. Hasta ese momento podía asistirse a espectáculos variados. Las madres llevaban a sus hijas hasta el escenario, perfectamente vestidas de faralaes, y les animaban a que mostraran sus gracias ante el público que ya iba aumentando. Alguna era graciosa. En esos preliminares sólo se bailaban sevillanas, que la megafonía del lugar siempre brindaba con un volumen atronador. 

Otras veces el espectáculo era más confidencial: un experto acodaba en la barra su peso junto al tuyo y en 90 minutos sostenidos, sólo interrumpidos un par o tres de veces para respirar y beber cerveza, desplegaba una teoría privada sobre los orígenes, evolución y estado actual del cante flamenco ante cualquiera de cuyos senderos era muy peligroso rechistar. El preliminar podía consistir también en una conferencia. Yo mismo fui en alguna ocasión el protagonista: sólo recuerdo el sudor. La lentitud y la laboriosidad de aquellas noches devenía muy fácilmente pura pesadez. Pesadez para mí: al fin y al cabo un extraño en aquel mundo. Para las gentes de las peñas, los prolegómenos formaban parte esencial de la fiesta. Yo los veía como un peaje para alcanzar lo que me interesaba: el momento en que un desconocido subía hasta las tablas y dejaba tres voces admirables entre el bullicio y la luz de neón barato, intentando que la pandilla de niños sentada alrededor del diminuto escenario no le alterase los nervios para siempre. 

A pesar de todo, las peñas eran, durante aquellos años, el único lugar donde podía escucharse flamenco. 
En Barcelona apenas quedaban en el fondo de las Ramblas un par de tablaos dedicados al spanish y algún remedo de colman donde conseguir que un cantaor abriera la boca valía tanto como que la abriera una puta cara. 
 Digo puta, porque el método para la adquisición de los (en)cantos no variaba mucho en un caso y. otro: el cantaor y el tocaor se acercaban a la mesa, uno hacía arrumacos con sus falsetas y el otro cantaba a palo seco al oído, muy bajito, para que imaginaras lo que podía llegar a ser aquello. Pero había que invitarles a whisky, que bebían —o escupían— como el agua. 

La mayoría, además, eran meros fandangueros, expertos practicantes de lo que yo llamaba el mandibuleo atroz, esa variante del flamenco, pegajosa como carne de membrillo, que consiste en cantar con la mandíbula, ay, ay, ay, pasándose los tercios de un lado a otro de la boca como quien hace enjuagues mientras la garganta se toma su día libre. 

Por lo tanto, durante algún tiempo seguí yendo por las peñas, porque el flamenco me gustaba, y porque había buena gente —Paco Hidalgo, Diego Anguita, el padre de Mayte Martín— que insistía. Una mañana, incluso, acompañado de Antonio España —es un experto en flamenco: ahora vive en Granada, pero pasó muchos años aquí antes de que le echara para atrás el ambiente— me aventuré en una matinal. Era un día de mucho sol, lo recuerdo muy bien. Antonio y yo entramos en la peña y rápidamente nos condujeron al lugar donde esperaban los hechos: en un salón muy oscuro decenas de niñas iban tomando el escenario iluminado al son de la inacabable sevillana. Nos sentamos con toda discreción y uno de los dos echó la primera ojeada al techo: un cielo muy azul, tachonado de estrellas (naturalmente), lo cubría todo y se prolongaba hasta la pared frontal del escenario. Allí, sobre el azul, había pintada una luna grande y blanca, una calle y una verja.
 

El viraje hacia la noche había sido espectacular y durante algún tiempo le di muchas vueltas a ese cielo de papel. Entonces, en Cataluña se producía un debate —más o menos un debate: nunca cabe exagerar— en torno a la cultura de la emigración. Partía de una pregunta pública de Maria Aurélia Capmany sobre la posibilidad de que los emigrantes pudieran reproducir fuera de su medio natural los rasgos culturales que se traían puestos como el color de los ojos o la maleta de cuerdas. En realidad, su pregunta era simple retórica porque estaba hecha conociendo su respuesta. No, no y no. 

 
Pregunta y respuesta eran una estupidez global. En primer lugar, porque más allá de cualquier autorización, promulgada por la señora Capmany o por cualquiera, los emigrantes reproducían en su vida cotidiana esas formas de cultura: al hablar, al cantar, al cocinar o al relacionarse. No se sabe si podían, pero lo hacían. En segundo lugar, la aplicación de ese planteamiento suponía al menos una consecuencia fuerte: la imposibilidad conceptual de que las culturas evolucionen y la existencia subsiguiente de un fondo hermético de identidad cultural asociado a un territorio. Sin embargo, ahí pendía la noche de papel, inquietante, superpuesta tal vez para darle la razón a la señora Capmany y demostrar que fuera de su caldo originario la reprodución de las formas culturales sólo deviene melancolía grotesca. 


Tardé en descubrir que ese cielo de papel podía ser perfectamente el de una peña sevillana. Tardé mi tiempo en comprobar que la mayoría de los jóvenes flamencos, andaluces y catalanes, aprendían el cante de manera muy parecida: escuchando discos de los maestros en un saloncito con vistas al vacío, tirados sobre un sofá de escai y con el mueble del tocadiscos adosado a la pared, bajo una imponente escena de caza rediviva con cromatismo cegador; que a unos y a otros les interrumpía el hermano pequeño —y les sacudía los nervios— hasta que llegaba una edad en que eso dejaba de pasar y una tarde cualquiera el hermanito se ponía él solo a dar el compás. Tardé en entender que el cielo de papel era una melancolía más vasta y profunda y remota: nostalgia del patio —imposible también en Sevilla— donde el flamenco nació; nostalgia de una tradición oral y de la sangre que ya no se manifiesta en lugar alguno. Metido de lleno en esa averiguación, a punto de salir de ella, Paco Hidalgo me invitó a dar una charla en algún bar recóndito, con trastienda. Siempre me decía: «Sobre lo que tú quieras».

Aquella vez los alarmé. Vine a decirles —con suavidad— que el flamenco era mucho más importante que su melancolía, que estaba por encima de su peripecia personal, que el flamenco en Cataluña tenía que salir como fuera de su domesticidad, del aire cerrado de las peñas, que tenía que conquistar —la música militar siempre me supo levantar— Barcelona misma, el centro. 


Les dije que el flamenco debía ser también una música de Barcelona y no sólo la música de los emigrantes andaluces en Barcelona. 
Era un planteamiento muy respetuoso: con su música, con su legado cultural e incluso con su derecho a la melancolía. 

Pero Casi nadie lo entendió así: recuerdo que Paco trabajaba a destajo para moderar el coloquio y para que yo no me sintiera del todo agredido. Sólo faltó que se levantara Antonio España desde el fondo de la sala para decir algo terrible: «¿Ahora queréis robarnos también nuestra música?» Antonio era y es un hombre inteligente, pero ya era entonces un hombre ofendido. Pocos meses después aprovechó que a su hija la obligaron a estudiar en catalán para marcharse a Andalucía. Dudo que alguna vez se haya sentido en Granada más en su ciudad de lo que se sintió en Barcelona. Nada como la lengua como para provocar exilios inútiles. Pero bien, era cierto: yo quería llevar el flamenco a la ciudad, meterlo en «el cansado corazón del viento»:

«Alguien subiría al cansado corazón del viento en llamas/por la empinada garganta de las invisibles torres./Alguien miraría los pueblos y los caminos reales/bajo la pajiza fiebre del sol sobre los rastrojos ./Alguien cruzaría las calles de la siesta imaginando/frases de carbón o historias de sangre por las paredes./Alguien soñaría a la dura sombra de aguas vivas.../(...Alguien sabría por qué el cielo iba con tanta pereza/dejando caer el fruto sin madurar de la tarde...)». (MarioLópez, Siesta del Sur.)

Yo quería verlo en la programación de los festivales públicos, en las salas de moda; era una música antes que un consuelo. Yo no hice nada, pero otros sí lo hicieron. Lo acabaron haciendo Mayte Martín, Cañizares, Ginesa Ortega, Duquende, Poveda... Esos flamencos catalanes, criados en periferias idénticas a las andaluzas, niños aburridos, niños luego estrellas, adolescentes luego que mandaban tender el silencio en las peñas: que ahora voy a cantar; seducidos por todo, y por todas las músicas, como sólo puede estarlo el hombre en la ciudad. Ahí están ya, en la ciudad. No hay hoy otra música en Cataluña más propia y más viva que el flamenco.
 

Veinte años atrás, y algunas páginas atrás también, la lluvia sobre el techo de la caseta guardaba el compás y podía decirse, si esto fue así, que nos habíamos bebido todo lo disponible. Un hombre salía a cada rato al exterior, a echar un vistazo, un vistazo que duraría a veces más y a veces menos, e iba anunciándonos los incidentes. Algún tiempo después, rememorándolo, supe que las palabras secas y desalentadas que iba pronunciando a cada nueva entrada: «Ahora, la Rociera», «De los Cabales ya no queda ni el muñón», correspondían a un nuevo caído en el combate contra el viento y la lluvia. Pero la verdad es que aquella noche, tan corta, acabamos acostumbrándonos a su letanía con la mayor indiferencia. Y, por supuesto, nunca hubo preguntas para él: un gesto de asentimiento en la difusa desgracia o suficiente para acercarle los restos de la botella y que bebiera a gusto. 

No fue hasta que se cansó el guitarrista —el cantaor se había ido noche atrás— y entró un inesperado triángulo de sol allí dentro, no fue hasta que me levanté con el culo lacerado cuando entendí lo que había querido decir aquel hombre. Desde el umbral de la caseta —era la más sólida y la única que había resistido sin problemas mayores la tremenda tempestad de la noche— el paisaje era éste: una larga avenida de agua y barro ofreciéndose como lo único comprensible entre el caos: lonas y hierros y maderas abatidos, estandartes despedazados con retales de guirnaldas y nudos de alegres serpentinas todavía, pizarras donde una tenaz escritura de tiza, indemne al agua, mostraba el precio de chocos y cañaíllas. Y una bombilla dentro de un sombrero, que navegaba avenida abajo como una sagrada hija del diluvio. Aunque me sacaron de allí con rapidez y me llevaron en volandas de vuelta a la ciudad, yo podía recordar que había estado en la feria de Barberá del Vallés, un abril.

No volví en mucho tiempo a la Feria. Las noticias que se iban sucediendo de año en año sobre su convocatoria —noticias cuya progresiva amplitud y detalle me llamaban la atención— las introducía en el recuerdo de aquella mañana de desolación, de aquel precario campamento de la alegría hecho trizas, y en la admiración que aún me producía pensar cuánto le habría costado a aquella gente baldear el paisaje y dejarlo en condiciones. Hasta que un año el periódico me mandó ir a la feria, a hacerme el ambiente. La feria había dejado Barberá del Vallés y se había instalado en Can Zam, un yermo a la entrada de la ciudad de Santa Coloma, ceñido por el cauce vacío del Besós, el barrio de Singuerlín, que fue una leyenda sin ley, y por tres grandes silos cerveceros. Hasta ahora había trashumado de una ciudad a otra, pero los lugares siempre eran los mismos, siempre yermos, pedazos irresueltos de ciudad, calvas violentas.
 


Llegué a Can Zam la tarde del primer sábado de Feria, que era un día grande. En su avenida de polvo me recibieron con todo su esplendor las niñas adobadas de colorete, con la falda muy corta y los dedos repletos de sortijas, y un caminar recto y erguido, fijo; los hombres que fueron, ancianos con los ojos temerosos ante la multitud, que buscaban inquietos el rastro del hijo sólo porque éste se había adelantado unos metros, viejos con los nervios desbocados ante el gentío; los chulos, con las hebillas brillantes y estrelladas sobre el cuero, generalmente muy guapos y muy jóvenes, aunque alguno mostrase una hermosura engordada, una belleza deforme, anticipase ya lo que la vida iba a hacer con su cintura, con las bolsas de sus ojos, con la grasa que ceñía su cuello y cuya expresión líquida goteaba pecho abajo; pasaban también las mujeres hechas, alguna vestida de andaluza, hablándose y escrutándose, todo al tiempo, penetrantes, duras, lobas; pasaba la gitana con el recién nacido en el capazo: dejaba sobre el polvo una caja de madera, se sentaba encima y sacaba una teta madura con que darle al cagoncillo; trotaban dos caballos y echaban una gran cantidad de baba; un hombre arrastraba un saco de camarones y sal que iba a vender luego en cucuruchos de papel de estraza. En torno de todos ellos circulaba un olor a aceite frito y un estrépito formado por dos sonidos dominantes: la sevillana sin fin que se bailaba en todas las casetas y el furor común de la tómbola, el Pasaje del Terror y la noria desbocada. Además, estaban los lavabos ambulantes y su hedor.

Volví —tuve que volver— muchos otros días. A horas distintas. Iba escribiendo y sacando algunas conclusiones parciales. No eran conclusiones fáciles. Ni siquiera era fácil someter la escritura a una descripción austera. En primer lugar, no era fácil técnicamente: el cine, la televisión, la propagación de la imagen han dado un tipo de periodista —mi tipo— inhabilitado para la descripción impresionista. De igual modo que muchas veces uno escribe las noticias contando con que el lector ya conoce lo sustancial de ellas, uno describe pensando que el lector ya ha visto las imágenes y que por tanto sobran en la prosa las descripciones más superficiales. Así uno se acaba especializando en los retratos de interior, esa zona aún no sobrecargada por las cámaras donde quizá pueda hallarse con más facilidad la verdad inédita o simbólica. Pero la crónica honrada de Can Zam debía describirlo todo como si nadie hubiera llegado nunca hasta allí. Bastaba un rato, un paseo muy breve para descubrir la carga de falsedad icónica que había acumulado la Feria de Abril. Durante la mayor parte del día, aquél era un lugar sucio, maloliente y de una vulgaridad desdichada. Sólo algunas horas pequeñas y vacías, generalmente matinales, descubrían de pronto un apartado de belleza y sosiego. 


La sucesión televisiva y fotográfica que se había elaborado durante muchos años —sin ninguna inocencia, sin ninguna verdad—presentaba, por ejemplo, una abundancia notabilísima de primeros planos —por lo general, primeros planos de niñas flamencas—, escogidos por su valor simbólico, con especial preferencia hacia aquellas imágenes que denotaban un arreglo y una colaboración entre culturas. Fabricar un enxaneta con sombrero cordobés era el objetivo`(Los castellers actuaron por primera vez en la Feria el año 1996. No fue una actuación muy lucida —llovía y el desinterés fue general—, pero las imágenes que convenían fueron puntualmente logradas). 

Hasta tal punto llegaba esa abundancia de primeros planos que ninguna imagen fija o en movimiento permitía conocer el lugar físico donde se celebraba la feria: un hoyo de polvo característico del trastero metropolitano. Ni conocer, tampoco, algunos detalles de sus alrededores: esas pobrísimas hileras de chabolas que se alzaban en el camino de una de las entradas principales del recinto y cuya presencia era obviada por los operadores" (¿Son idiotas los fotógrafos o los cámaras? ¿Trabajan en contra de la verdad? No, no todos. Ellos también tienen sus problemas técnicos y a su vez les pesan las imágenes dominantes de ese discurso afectado y grandilocuente, sensiblero. Por otro lado, como los propios periodistas, tienen la obligación laboral de servir un discurso y no otro. Cabe, además, admitir la dificultad de servir un discurso realista sobre la Feria, que hubiera sido interpretado fácilmente como un menosprecio casi étnico. De hecho muchas de mis propias crónicas fueron interpretadas así).


Pero las descripciones interiores eran, si cabe, mucho más comprometidas. En realidad sólo dos rasgos —aparte del tamaño— diferenciaban a la Feria de Abril catalana de sus referencias andaluzas.

La primera era el interclasismo. En Sevilla, pobres y ricos, juntos pero no revueltos, acudían al Real. En Can Zam sólo acudían los pobres. Puede ser indecoroso decir esto, pero la verdad no es lo mismo que el decoro. A fin de disfrazar este hecho indiscutible, naturalísimo, aquel año, como todos los años, se destacaba que la feria de Abril catalana era un ejemplo de democracia, que las casetas estaban abiertas para todos. O se trataba de hacer de la necesidad virtud o se trataba de puro cinismo. La discriminación exige condiciones y cuando uno está en el sótano no puede imponerlas con facilidad. Las ferias andaluzas tienen sus casetas privadas porque en ellas participa de manera generalizada todo el pueblo. Y por el momento, cuando el pueblo soberano se reúne, es verdad que lo primero que hace es guardar distancias según la renta, la herencia, el interés o el gusto: es tan doloroso como cierto. 


El mundo sabe que la feria de Abril sevillana, y todo su remoquete, durarían nada si los ricos tuvieran que compartir escudilla. Me inspiraba verdadera admiración descubrir cómo los organizadores de la versión catalana y su presto corifeo se sacaban, a falta de ricos, virtuosas explicaciones democráticas de la manga.
 

Había otra diferencia: menos aparatosa, pero mucho más importante. En Andalucía, en sus ferias, las gentes van a divertirse con toda simplicidad. Las gentes buscan la risa y el cuento, si uno es joven busca el muslo y si uno es viejo busca el consuelo. Y no hay más obligación ninguna. En Cataluña, lugar de las plusvalías, una feria no podía ser solamente esto. La Feria, según sus voceros, es aquí algo más que una feria: se trata de la representación culminante de la identidad cultural andaluza. Eso daba a las gentes de Can Zam un punto de seriedad y de orgullo silencioso: sacaban pecho e iban como diciendo por la avenida mayor del Real que la cultura andaluza existía. 

La primera de las tardes que pasé allí quise comprobar de inmediato y por mí mismo en qué consistía esa manifestación eminentemente cultural. Vi, en efecto, algunas muestras de la noble y milenaria capacidad sureña para convertir el frito en una ligereza; comí buen jamón a buen precio y podía haber comprado meloja y carne de membrillo si eso me placiera. Pero esto fue todo. Cualquier otra curiosidad habría sido desatendida: la de saber, por ejemplo, por qué los andaluces hacen a base de acelga y bacalao el mejor potaje del mundo; o la de adentrarse en las explotaciones, tan diversas, tan memorables, de la uva palomino; la curiosidad de saber por qué es tan difícil comer auténtico jabugo o por qué el aceite andaluz trata en realidad de mil aceites diferentes. Se trataba de cuestiones —culturales— muy elementales. De todas ellas quedaba en Can Zam una nube de refrito —vale para el churro, vale para el pescadito—, una insolencia casi continua de paellas matagigantes, servidas en platos de plástico, unas ristras humillantes de botifarra amb seques —secas— y un salón comercial donde elefantiásicos tresillos de piel de plástico alternaban con un cartel y cuatro botellas de los raros e interesantes tintos del Condado, que sin embargo —mero bibelot en el living—, no se podían comprar.

En cuanto a la música nunca logré escuchar algo que no fuera una sevillana. Jamás. Fueron mañanas, tardes y noches. Jamás. Una sobada sevillana: a eso se reducía la explotación de la mayor veta cultural de Andalucía. Me interesé también por la posibilidad de que hubieran organizado alguna exposición, aunque fuera sobre García Lorca. Y siguiendo un cartelillo muy artesanal llegué hasta la feria profunda. El cartel incluía una palabra de sonoridad fascinante"(
y tan fascinante. Un crótalo, aparte de una serpiente muy venenosa, es también una castañuela.): Crótalos. Exposición de crótalos y reptiles terribles era el mensaje completo. Di vueltas, demasiadas, hasta llegar a la zona más canalla y estrepitosa del lugar, junto a los silos de la cerveza, ocupada por una barahúnda inmisericorde de tiovivos, norias y otras máquinas de feria. Por allí debían de estar los crótalos, pero yo no supe encontrarlos nunca. Sí supe a cambio que era la única exposición de todo el ferial.

Todo esto no tendría importancia en otro lugar que no fuera Cataluña. Ni en otra feria. Para empezar yo no habría estado nunca ni escrito nunca nada sobre ella. Pero la Feria es aquí la coartada anual que permite a tantos decir que la inmigración en Cataluña es un hecho vivo y fascinante, que sus manifestaciones culturales (sic) son multitudinarias y reciben, además, el apoyo sincero y matérico del gobierno de la nación catalana. La obscenidad de este planteamiento es repulsiva. Pero es que ésta es una feria obscena. Obscena por el comportamiento de los políticos, de toda franja y condición, que acuden año tras año a ponerse el sombrerito cordobés, sin importarles en absoluto —ya no les importa en absoluto— que su comportamiento sea interpretado en términos de puro oportunismo: la suya es una desnudez zoológica. 


Obscenidad de la vulgaridad postindustrial: éste es el ocio que millones de personas encuentran de su gusto. Obscenidad de los sonidos, de los olores, de la alegría. 

Y la obscenidad suprema: 
ésta es la política cultural que la Generalitat de Cataluña prevé para sus inmigrantes. Aquí yace, en esta hondonada de polvo. 
No hay dinero público para que los inmigrantes hagan teatro, o música, o cine o libros en su lengua materna, ese asunto bucal que el nacionalismo catalán tanto aprecia... 

Él Tricicle es un grupo de teatro catalán, propietario de un humor mudo y de amplio espectro. En su día presentaron al organismo correspondiente de la Generalitat un corto cinematográfico de elaboración propia a fin de competir en los Premios Nacionales de Cinematografía de la Generalitat. Su candidatura fue rechazada. Incumplía las bases. Era un corto mudo: presentaba una epopeya de pies caminadores. No lo rechazaron por eso. Es que su título era un refrán: Quien mal anda, mal acaba. En castellano. A concurso admitieron otro: To blow one's brain out. Llevaba el título en inglés. Pero, traducido, quería decir Volarse el cerebro. Sería por eso.

No hay apoyo público para que sus tradiciones culturales verdaderas puedan ser elaboradas: culturalmente hablando el inmigrante está, como nadie en Cataluña, al puro pairo del mercado, a su violencia. La emisora hegemónica de Cataluña —de una cierta Cataluña establecida— se llama Catalunya Rádio: está hecha con dinero público, por supuesto. La emisora hegemónica de las gentes de Can Zam es Radio Taxi. 

Eso baste para ejemplificar el desierto cultural de los pobres y algunas de las razones del porqué los pobres ya no enamoran, de por qué su abulia y su sometimiento parecen no llevar ya ningún germen de futuro, del porqué los hijos de los pobres llevan a tantos maestros de la periferia hasta la desesperación y el abandono. Por supuesto, esto sucede así en todo Occidente. Pero en Cataluña, como en cualquier otra sociedad con un alto porcentaje de emigración, los pobres tienen que franquear no sólo la barrera dé la desigualdad de renta, sino también la del origen. No es que el nacionalismo haya ignorado por descuido esta condición de la sociedad catalana. Es que no puede hacer otra cosa que ignorarla para ser. Ignorarla es una férrea condición ontológica. Y ese ser se manifiesta, a veces, incluso a su pesar. 


Por más que los dirigentes nacionalistas —los de Convergéncia y los de los otros partidos— se llenen la boca en Can Zam hablando de «manifestación cultural», por más que aplaudan entre la imaginería dispuesta la «diversidad cultural» catalana, todo el dinero público que recibe la Federación de Entidades Culturales (¡por supuesto!) Andaluzas en Cataluña (FECAC), organizadora de la Feria de Abril, lo recibe, no a través de los presupuestos correspondientes del departamento de Cultura, sino de los de Bienestar Social. Y está bien que así sea. Se ve a la claras. Por eso escribí que es la obscenidad suprema. 

La Feria, el Rocío, cualquier otro pasodoble, no son para el dinero público «bienes culturales». En cuanto se llega al presupuesto, rapadas todas las barbas del discurso «cultural», la farsa se demuestra y se comenta sola. Todo esto, la Feria, el Rocío, es puro alcohol de quemar. Metadona. Pura metadona. Por eso figura en el mismo capítulo inversor de donde se extrae dinero para los yonkies, las putas, las madres solteras, los viejos solos o los enfermos del Sida: emigrar por pobre es una enfermedad y no voy a ser yo el que alce el basto para decir lo contrario. Por lo demás, que el dinero lo reparta un departamento como el de Bienestar Social, con su tupida red de complicidades, con la opacidad de sus métodos y sus objetivos permite negociar eficazmente con ese dinero y obtener a cambio apoyos políticos, tal vez fingidos pero muy sólidos. 

Es preciso que pase todavía un poco de tiempo y que se erosione —quizá por la misma acción del tiempo, quizá por un profundo e improbable cambio político— el pacto de silencio que cose la boca de unos y otros paró que alguien al fin hable con claridad y libremente, y descubra las insólitas formas de caciquismo político que se han practicado y se practican en la Cataluña metropolitana. 

Caciquismo en su versión más nítida y plebeya: 
dinero a cambio de votos. 

Cualquiera que conozca, más allá de la superficie folklórica, el mundo de la inmigración catalana sabe, por ejemplo, cómo han sido recompensadas todas las subidas del voto nacionalista en esas áreas. En realidad, son muchos los que lo saben, pero están metidos hasta el cuello en esa sabiduría. Ha de pasar algo más de tiempo para que se anuden con datos los cabos de ese acuerdo entre algunos de los representantes de la inmigración y las autoridades políticas catalanas. Las dos partes se vieron a sí mismas fuertes cuando empezaron a negociar. 
Unos tenían, quizá, la llave de la convivencia y otros la de la caja fuerte. 
Unos podían amenazar con la insurrección lingüística y otros con el desvío de las subvenciones.
Hasta ahora, el acuerdo ha funcionado.

Que haya significado la emulsión y el florecimiento de individuos como el presidente de la FECAC, Francisco García Prieto, del radiofonista Justo Molinero —ayer taxista, hoy responsable de Radio-Taxi—, Josep Maria Sala, jefe de capitanes del PSC, seguramente el hombre más cercano al mundo inmigrante y, por lo mismo, el pastor más eficaz de la inmigración...o del propio consejero de Bienestar Social, Antoni Comas, cuya fuerza política" sólo proviene de los fraternales lazos de amistad que ha tejido con ese mundo, tiene una importancia menor...

Según algunas informaciones, el presidente Jordi Pujol quiso relevar a Antoni Comas de su cargo en la última crisis de gobierno. Entre el globo sonda que anunciaba presuntamente sus deseos y el momento de la decisión definitiva pasaron algunos días. Comas los aprovechó bien y a la hora de tomar la decisión Pujol se encontró encima de la mesa con centenares de peticiones para que el cambio no se produjera. Y no se produjo. De todos modos, acostumbrado desde muy joven a interpretar en clave maléfica las decisiones de Jordi Pujol, sospecho que esa historia no es completamente cierta. Pienso, más bien, que Pujol, sometido sin duda a fuertes presiones desde los sectores más razonables —e inmaculados— del nacionalismo, quiso cargarse de razón para no destituir a Comas y para dejar así sin variaciones el establishment asistencial. ¿Lo veis?, pudo decir a los críticos mientras la mesa iba llenándose de cartas. Tal vez perdió autoridad pública —le sobra: puede derrocharla sin problemas—, pero compensó esa pérdida con los beneficios de un leve gesto de distanciamiento con su polémico consejero —puede serle útil en los días que vendrán— y aún se permitió el virtuosismo de dar a entender —inserto en la nueva onda de los presidentes esponja, venida de América— que es sensible a la voz del pueblo, que sabe rectificar. En cualquier caso tres hechos se mantienen invariables para lo que aquí interesa: la política asistencial continúa, Comas continúa y los centenares de cartas fueron efectivamente escritas y enviadas.


Las circunstancias siempre producen individuos dispuestos a todo. La cuestión es que ese acuerdo —renovable día a día como todos los acuerdos inconfesables—, que tiene como protagonistas a algunas entidades de la inmigración y al gobierno de la Generalitat, pero en cuyos redactados menores participan todos los partidos catalanes, ha embridado la cultura inmigrante en Cataluña y ha sido la excrecencia tácita, cotidiana, de la aplicación estricta de la doctrina Capmany, una doctrina, en realidad, muy anterior a la formulación de María Aurélia y que tiene complejas raíces, entre ellas la incapacidad —la imposibilidad— del nacionalismo catalán de entender qué ha sucedido en Cataluña en los últimos cincuenta años y su consiguiente representación del franquismo como un túnel: por el contrario, sólo fue una larga avenida más en la vida de los catalanes.

Más allá de la capacidad de negociación que supone el tener a Bienestar Social como repartidora, el método elegido permite anotar otra evidencia: saber qué es y no es, para el nacionalismo, la cultura catalana y establecer, al margen de ilusorias y cínicas declamaciones, la estricta realidad de las cosas. La realidad de saber de qué monedero cobra un casteller de Valls y de qué otro una bailaora de Santa Coloma de Gramenet. En realidad, nos equivocamos: más que una opacidad, Bienestar Social es una transparencia.


Subiendo por la carretera que desemboca en el barrio de Singuerlín se obtiene una vista completa del hoyo de Can Zam. Por allí subí el último día, una mañana sucia y lluviosa que favorecía mis propósitos disgregadores, para buscar un párrafo panorámico sobre el estado del dream catalán. Hacía pocas semanas que Gabriel Pernau, un periodista con el que trabajé en el Brusi, un buen periodista, había publicado un libro de entrevistas al que llamó El somni catalá. Se anotaban allí varias historias edificantes, de gentes venidas a Cataluña en alguno de los arreos inmigratorios, que habían triunfado y que con conciencia o emoción desigual cantaban las virtudes de la tierra de acogida. 



El libro, forzando incluso algunos fragmentos de su texto, fue prohijado por el nacionalismo"(no es extraño que lo prohijara. Jordi Pujol, en un texto de los años cincuenta, reeditado sin mengua ni rubor en 1976 —aunque a partir de 1977 su autor empezó a ofrecer disculpas en cada cíclico y asombrado redescubrimiento de sus palabras: el último este invierno—, escribía que el grupo más numeroso de esos inmigrantes, es decir, el pueblo andaluz era «la prueba viviente de cómo los hombres necesitan un pueblo seguro de sí mismo, un pueblo sólido y bien definido en sus valores fundamentales: el hombre andaluz no es un hecho coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido [...1 Desde un punto de vista religioso y desde un punto de vista de respeto y estimación, estos hombres son más respetables que nadie. Representa, además, una esperanza: en Catalunya tenemos experiencias de lo que pueden llegar a valer cuando se encuentran en un ambiente favorable.» (Citado en Jordi Pujol, Historia de una obsesión, Siscu Baiges y Jaume Reixach, Temas de Hoy, 1991). El somni catalá es esto para el pensamiento nacionalista: la posibilidad de ser hombre. Ni más ni menos.). 

El propio Pujol se lo regaló a José María Aznar en uno de sus primeros encuentros y éste sigue leyéndolo en la intimidad. Bien: se trataba de un libro de triunfadores. Nada que reprochar. Con triunfadores se suele hacer la mayoría de libros de entrevistas. Pero en el hoyo de Can Zam, en ese paraje desconchado, estaba otra versión del sueño: con esa anonimia desparramada se habría podido escribir una serie distinta de historias.


Aceptando la ficción de que exista un sueño colectivo, el dream catalán no presenta novedades mayores: eran los más pobres de su pueblo y aquí siguen siéndolo. Casi nadie está arrepentido. Es muy dificil arrepentirse de la propia vida. 
El sueño de los que regalan libros sobre el sueño es que no se diesen las condiciones necesarias para escribirlo. 
En eso coinciden con la mayoría de los hombres y mujeres que a esta hora se refugian de la llovizna, bajo los tendales, en el yermo.
 

El drama elemental y milenario de la emigración es éste: nadie elige. Unos no querrían convivir más que con sus propios hijos: pero los hijos son pocos. No hay brazos suficientes para levantar los días. Allá en el margen, mientras tanto, no hay tierra suficiente para alimentar tantos hijos. Deben marchar a donde la haya. Hay una evidencia despiadada: nadie querría adoptar hijos de otros, ni nadie exigiría ser un hijo adoptado. Elementalísimo. Con algo nacido de la parte más hosca de la vida conviene limitar la demagogia. Cualquier demagogia: en la vigilia y en el sueño."



Arcadi Espada: Capítulo 16 (pags.211-226) de "Contra Catalunya", Flor del viento ed. BCN 1997.

 





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